Capítulo I

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Cuando visito el mercado, tengo la desagradable sensación de ser observada por algo que mis ojos no logran percibir. Camino despacio por las calles pavimentadas mientras el mozo de la hacienda sostiene una bolsa de compras. A mi lado, las tiendas improvisadas se alzan en diferentes puestos de comida, telas, especias y baratijas. El techo de seda cae suavemente a los lados al tiempo que los cubre el sol de mediodía. El murmullo de las conversaciones se desplaza por el lugar.

Es verano, de modo que el calor de la congregación hace que me ahogue un poco más bajo el vestido. Apenas atisbo el final de la calle, que conduce a la plaza del pueblo, le hago señas al mozo para que apure el paso.

El presentimiento de ser vigilada crece y algo dentro de mí me advierte que no baje la guardia. No me agrada salir más allá de la hacienda, pero mi madre me pidió recoger la nueva pieza de mi padre en el sastre; fue una orden y yo tuve que obedecer; de no ser así el castigo sería mucho peor.

Una vez que cruzamos la plaza de la ciudad me calmo. El lugar es espacioso y de una forma circular, rodeado de casas de ladrillos de dos niveles, chimeneas humeantes y una estatua de mármol en el centro. Se trata de un hombre, un rey. Malakai es su nombre y solo pensarlo hace que mi vello se erice.

—El carruaje está por allí, señorita —el mozo apunta hasta una calle que conduce a un callejón de la ciudad y yo asiento con la cabeza.

Echo andar con las piernas flojas. Al pasar al lado de un edificio, el cristal refleja mi rostro pálido, mi cabello castaño algo despeinado, que deja a la vista mis orejas puntiagudas. De súbito, una sombra aparece y decido llegar al carruaje sin interrupciones; pero lo olvido de inmediato al notar una gran multitud en donde se suponía debía estar la solitaria senda que debíamos atravesar.

—¿Qué ocurre? —pregunto a una elfina, cuyo arrugado rostro solo mostraba consternación.

—El ettin trajo a un humano de las minas —responde y enseguida aprieta manto que le cubre los hombros, aterrorizada.

—Demos la vuelta, señorita Astraea —dijo el mozo—. Por allí hay otro camino.

Sin embargo, no le hice caso. Me abro camino entre las personas que se reúnen alrededor. A medida que avanzo, alcanzo a oír chillidos escandalizados, voces temerosas y oraciones que no comprendo, pero que destilan desconcierto. Finalmente, apenas llegó al frente, descubro la razón de tal escándalo.

Ewogon es un reino occidental, de modo que sigue las antiquísimas leyes de la monarquía; el rey es la cabeza del país, su palabra es la ley y aquel que no obedezca tendrá un castigo peor que la muerte misma.

En el centro yace un humano crucificado, la sangre cae por la madera y empapa los pavimentos al pie de la cruz, jadea desconsolado mientras los clavos en las palmas de sus manos presionan su piel. Los cuervos vuelan alrededor, otros picotean la carne del hombre. Una especie de sombra cubre el lugar, el sol no llega hasta allí y es como si quisiera mostrar la crueldad del asunto.

Hay dos ettin a cada lado, gigantes de dos cabezas cubiertos de una piel grisácea y armaduras, de una de las manos les colgaba un gran mazo, el cual usaron para quebrar las rodillas del humano.

Me estremezco apenas sucede y solo logro volver en sí en el momento que el mozo me toma del brazo.

—Vámonos de este lugar, señorita Astraea —sus ojos se mantenían fijos en los dos ettin—. La cosa se pondrá peor.

Esta vez no lo ignoro y lo sigo fuera de ahí. A mí espalda otra ola de gemidos arremete y en esta ocasión camino más rápido. Los cuervos graznan y los nubarrones grises empieza a cubrir el cielo azul, un mal presagio si alguien me pregunta. Finas gotas de lluvia caen después de que arribo en el vehículo, el mozo echa las riendas y los caballos avanzaba a ritmo de galope.

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⏰ Last updated: Mar 31 ⏰

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El baile de las mariposasWhere stories live. Discover now