II. LA TRAVESÍA DEL DESIERTO

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Un grito de terror partió la calma en dos, y la arena a su alrededor se removió desde las mismas entrañas de la roca oscura. Salieron de las tinieblas más de una decena de siluetas, con apariencia humana, atravesando la arena y corriendo directamente hacia el centro de la hondonada.

Directamente hacia ellas.

Cundió el pánico bajo la jaima. Chocaban los cuerpos de las mujeres al correr en  direcciones diferentes, arrastrando consigo utensilios y telares. Los chillidos les envolvían ahora, mientras muchas se arrastraban, buscando a tientas la entrada del refugio. Mina no podía moverse, completamente bloqueada; horrorizada vió como Nuara, ¿O era Nai’na?, trataba de defenderse, acuchillando histérica el espacio que la separaba de una de esas figuras, erguida varios palmos por encima de ella. Una de sus desesperadas cuchilladas dió en el blanco, y la negra figura retrocedió; en su brazo derecho, el corte había revelado piel y carne que sangraba, dejando un reguero de gotitas oscuras en la arena. La silueta miró a su hermana un instante antes de clavar una pica en su pecho, y Mina se desmayó.

Volvió en sí, completamente aturdida. ¿Qué esta pasando?, ¿cuánto tiempo ha pasado?… me he desmayado, ... Los pensamientos volaban en la mente de Mina mientras trataba de incorporarse, tirada sobre sus propias piernas flácidas. Tranquilízate. Tranquilízate. Nos atacan. Nos atacan y son de carne y hueso, pueden sangrar, ¿dónde estará Nai’na?, ¿y Uma? ¡Las niñas! ¡Las niñas! Mina se arrastró penosamente hacia lo que parecía uno de los postes de la jaima, y se ocultó tras él, con el cuerpo temblando. Tranquila, tranquila, ahora estás a salvo, tranquila. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?, ¿estoy herida?, se preguntaba confusa, pero los gritos y los golpes continuaban rebotando en sus oídos. No era capaz de distinguir si aquella matanza estaba ocurriendo en ese instante, o sí su cabeza se negaba a seguir funcionando. De repente, vió una mano mojada en su muslo izquierdo, y pegó un brinco; la mano se aferró a su muslo con fuerza.

—Se las han llevado a todas, se las han llevado a todas, ...

La mirada perdida de Mina se encontró con los ojos ardientes de Nai’na, ¡Nai’na!, que también se arrastraba oculta tras el poste, y cuyo cuerpo también temblaba violentamente.

—Se las han llevado a todas… , se las han llevado a todas, siguen aquí ellos siguen aquí… , se las han llevado…

La boca de Nai’na se movía, repitiendo una y otra vez las mismas frases, y Mina vió cómo del pecho de Nai’na brotaba un líquido oscuro, denso. Manaba, lenta pero copiosamente, y discurría por su vientre y sus piernas y sus brazos pegados al cuerpo, para terminar goteando entre los dedos de sus palmas. Dedos que seguían apretando el muslo de Mina, manchando la tela y la piel de sangre caliente. Nai’na se muere, pensó, y quiso llorar. Nai’na se muere y yo voy a morir también…, no quiero morir, ¡Madre mía, no quiero morir!

Un dolor agudo invadió su mente de golpe, y se vió arrastrada —del pañuelo y del pelo— por la arena, lejos de Nai’na y de la sombra del poste, bajo la luz de la luna. Agarró y arañó sin éxito las enormes manos que tiraban de su cabeza, hasta que por fin la soltaron. Esa misma mano atrapó entonces la cara de Mina , sucia y descubierta, y la obligó bruscamente a erguirse sobre sus rodillas y a levantar la vista. Descubrió con horror que un hombre, y no un animal, le devolvía la mirada, con unos ojos amarillos como el sol de mediodía. Mina notó como su nariz goteaba hasta su labio, hinchado y partido, llenándole la boca de un sabor metálico. ¿Vas a matarme? El hombre estudió su rostro atemorizado, y gritó algo. Mina intentó liberarse, mareada, y advirtió entonces el movimiento a su alrededor. Los cuerpos, vestidos de colores, yacían en un montón, empujados por más hombres de oscuro; a su derecha más cuerpos, éstos arrodillados como ella. El hombre volvió a mirarla, y Mina sintió una náusea. Se desmayó de nuevo, cayendo de lado con un golpe seco bajo la duna Mueb-ha.

La hija del desierto: parte IWhere stories live. Discover now