Paradiso

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«Las tres leyes robóticas:

1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.

2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley.

3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera y segunda Leyes.

Manual de Robótica. 1 edición, año 2058. »

El hombre movió entre sus labios el cigarrillo apagado mientras sostenía el papel, y miró hacia la camilla. El nuevo ser abrió los ojos, y parpadeó al mundo por segunda vez. Tras ver su éxito el hombre soltó un suspiro cansado mientras se levantaba a medias de su silla metálica, sintiendo su espalda resentir las horas de trabajo arduo. Hizo un puño la hoja de papel viejo y la dejó caer a un lado. Las reglas no habían cambiado. Las reglas no servían.



Eran las seis de la mañana la hora en la cual acostumbraba levantarse. Se enfundaba en los pantalones, las botas y la camisa antes de beber un café muy cargado y comenzar a recoger los útiles de jardinería. Sus pasos resonaban en el suelo metálico de la base. Luego se sumaba el sonido lejano de arañazos y ladridos, esa era la rutina auditiva. El hombre se ató en una incipiente cola de caballo su ya largo cabello paja cobrizo. Descolgó de una pared metálica sus dos objetos imprescindibles, y con el puño izquierdo golpeó el botón que abriría la puerta de la nave de metal con un resoplido de aire comprimido. Salió al exterior, y su mirada cansada y casi inerte se perdió en el horizonte semi oscuro de los árboles y la llanura.

–Un día menos –murmuró, y se caló el sombrero de paja mientras se colgaba el rifle a la espalda.

Mientras caminaba hacia el cultivo, evaluó los daños del exterior de la nave producidos esa noche. Había escuchado en la madrugada algo similar a hierro roto, lo que le hacía imaginar que habían perforado la primer capa. Lo divisó tras pasar bajo uno de los soportes de la nave: una hendidura de un par de centímetros, corría en forma de rayo desde el suelo hasta medio metro de altura. Nada de qué preocuparse.

Continuó su camino hacia la huerta negra, pero un suave rechinido le hizo detenerse. Una figura se materializaba a un par de metros. El hombre se esforzó por enfocar al mismo tiempo que la figura se detenía a cinco metros. Una luz roja brotó de sus ojos y barrió la figura del hombre. Un instante después, se aproximó con un movimiento de miembros ligeramente rígidos.

–Buenas tardes doctor...

Su voz metálica fue acallada de inmediato. El hombre alzó el arma y disparó. El cañón de protones zumbó y escupió una bola de fulgor azul que devoró la mitad del cuerpo del androide. El hombre recibió el ya conocido y controlable golpe de retroceso, y bajó el arma. Las rodillas artificiales se doblaron y dejaron caer al suelo el resto, dejando de cara al hombre la cadera quemada del robot.

–¿Qué no ves que ahora soy un campesino? –dijo con voz ronca el hombre antes de echarse la pala al hombro y seguir andando.

Entre las hileras de hojas verdes que conformaban su plantío, se hallaba de pie una figura que contrastaba con la luz tenue del alba. El hombre se acercó a ella y se descolgó el morral del hombro, de donde sacó el material.

–Trabaja las filas impares. Coloca suficiente abono. Guantes.

–Entendido.

El hombre frunció ligeramente el ceño en un gesto muy australiano. Por el cuello del espécimen surcaba una cicatriz curva a la altura de las cuerdas vocales, resultado de la última operación que tuvo como objetivo reparar sus cuerdas vocales. Sus movimientos aún eran algo torpes comparados con los de un humano normal, pero eran bastante aceptables. Gracias a su colaboración, el plantío de patatas estaba dando los resultados esperados.

Ambos comenzaron el trabajo sin más demoras. Se aseguraban de colocar suficiente abono en cada planta, cuidando no lastimar las patatas en el acto. Realizaban el conteo de las plantas robadas, y de aquellas que se habían muerto o secado. Se aseguraban de no tocar las plantas ni la tierra con las manos desnudas. Cuando la luz comenzaba a iluminar sus rostros, el trabajo casi había finalizado. El hombre se secó el sudor de la frente con el antebrazo, y estiró alternativamente las piernas para desentumirlas. Un gruñido se escuchó entre la maleza. Un par de momentos después, una figura canina salió y dio dos vueltas en su propio eje antes de ladrar de un modo peculiar y regresar a los arbustos. El hombre intentó ignorarle, pero tras dos ladridos más se puso de pie.

–Abre las llaves de agua, programa a una hora –ordenó hacia la androide.

Ella parpadeó, sintiendo cómo la luz amarillenta le obligaba a sus pupilas a contraerse.

–Entendido.

El hombre siguió al dingo hacia la maleza, serpenteando entre arbustos quemados por el sol y otros que pugnaban por mostrar su verdor en ese ambiente tan hostil y adverso. El animal se detuvo sobre un objeto marrón, y dio dos vueltas en torno a éste. El hombre se inclinó y con su mano enguantada levantó la capa. El cadáver de un hombre joven yacía abajo, con espuma en los dientes, barbilla y pecho. El dingo le gruñó al hombre de mirada cansada, que se limitó a meter una mano en su bolsillo y tirarle un pedazo de pan sin levadura. Luego le frotó el puente de la nariz al animal, que se alejó con el alimento en las fauces. El hombre se sacudió la tierra del guante, y levantó el labio superior del cadáver. Sus encías se hallaban ennegrecidas, y sus dientes amarillentos con manchas marrón. Repitió el proceso con sus párpados, descubriendo la esclerótica amarillenta y venosa.

Un cateo en la proximidad lo llevó a descubrir una patata mordida y otras cinco ocultas en los bolsillos del hombre. Todo marchaba a la perfección.

La enorme necesidad de alimentos llevaba a la reducida población humana a los límites de la demencia. Animalizados, peleaban por cualquier mendrugo de pan. Habían olvidado sus valores, su moral. Mataban, canibalizaban, devoraban todo lo comestible en un mundo donde el sol quemaba y las enfermedades venéreas se volvían moneda corriente, dejando dolorosas llagas que empeoraban con el sol y se habían pasado por generaciones en las últimas dos décadas. Y los androides solo estaban ahí, cumpliendo las reglas. Las malditas reglas.

El hombre regresó a casa con el rifle al hombro y el sombrero de paja calado sobre la frente, protegiendo su piel del sol y su agresividad. Cerró la nave de metal tras él, permitiendo primero pasar al dingo, que corrió y desapareció al fondo de la inmensa estructura de metal. Simple simbiosis en tiempos de desesperación animal. Adentro la temperatura parecía apaciguarse un poco de día, y entibiarse de noche.

Tras una comida sencilla basada en frutos secos y carne de canguro congelada de la semana pasada, el hombre se dedicó cinco minutos para tratarse la piel. Se arrancó la piel quemada de los antebrazos, y se untó bálsamo. Bien sabía que ese era el menor de todos los dolores que sufriría. A veces envidiaba a su androide. Sus conexiones nerviosas bloqueadas, aunque fuese por su propia mano.

El día a día era relativo. Afuera, en el mundo, y adentro, en la nave. El hombre caminó hacia el cuarto de investigación, donde yacían los planos del porvenir. Recargó la base de datos, seleccionó información con parsimonia, y finalmente colocó a la androide en la mesa del quirófano. Abrió un lateral de su cráneo, y conectó el puerto de información. Luego tomó de un cajón un cigarrillo apagado, y lo sostuvo entre sus labios mientras cumplía su rutina diaria de actualizar la información del ser femenino que se hallaba recostado en la camilla, con los ojos cerrados. Una radio vieja susurraba con voz entrecortada melodías del antaño, música con la que la gente australiana bailaba en las tardes de juerga. Ahora servía para que un hombre de mirada perdida repiquetease el suelo de mármol mientras trazaba planos y estrategias. Miró hacia la pantalla, y calculó el tiempo que restaba. Aún faltaba plantar la dinamita en al menos seis puntos de la línea, y comprobar las conexiones en estas.

El pitido de la máquina le confirmó que la información ya se había transferido. El hombre se inclinó sobre la mesa del quirófano, y contempló al ser. Sus dedos le acomodaron un mechón de cabello oscuro tras una oreja metálica.

Para el final de esa misma tarde la androide ya se hallaba activa, ayudando al hombre a cosechar una pequeña parcela subterránea en un piso de la nave, iluminada con focos especiales y regada sistemáticamente. Eran hermosas mazorcas de maíz. Tres cuartos para semillas, un cuarto para consumo. El hombre se secó el sudor de la frente con las manos desnudas, sin importarle llenarse de tierra la frente, y miró a la androide por entre los tallos altos.

Era pleno cataclismo, era un infierno real, pero era un paraíso.

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⏰ Last updated: Jun 29, 2015 ⏰

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