Me duele el corazón

Start from the beginning
                                    

—Quiero ver cómo está.

—No. —Elevó un brazo—. Esta vez no te apoyo.

Por dos segundos me mantuve callada.

—¿Seguro? —le pregunté por última vez.

—Muy seguro —ni siquiera vaciló.

Salí decepcionada, triste por su tajante respuesta y su evidente desprecio.

Tuve que abordar el autobús sola. Esas fueron cuatro largas horas en las que tuve tiempo de pensar en todos los problemas que tenía encima. Problemas que me perseguían a dónde fuera.

Lucio y Lázaro antes vivían en la misma ciudad, un agradable poblado con poca gente y un clima cálido soportable, pero Lucio se mudó poco después de la boda de Constanza. No se alejó tanto, su actual domicilio estaba a menos de una hora a una velocidad moderada, treinta y cinco minutos si manejaba don Selso.

Contemplaba por la ventana cuando esa idea me dio vueltas. «¿Por qué te me apareces donde sea?», cuestioné pensativa, como si pudiera recriminarle que mi mente jugara en mi contra.

Conocía la casa de Lázaro, fui cuatro veces en todos los años que llevaba viviendo ahí. Seguía siendo la misma propiedad de un piso con cuatro recámaras y un patio delantero de buen tamaño.

Su esposa, Dolores, se encontraba cuidando unas plantas cuando me quedé parada frente a la entrada.

La reja de acero nos separaba, pero me reconoció. Dejó a un lado la regadera de metal que cargaba y fue a abrirme.

—¡Cuñada! —Estaba también sorprendida de verme—. ¡Qué gusto que nos visites! Pásale.

Primero le pregunté sobre mis sobrinos y sobre ella.

Dolores me invitó a pasar y fui delante. Fue agradable comprobar que ella no tomaba partido en el distanciamiento de mi hermano.

El acomodo de su casa era impecable.

—¿Dónde anda Lázaro? —No lo vi cerca.

Dolores suspiró.

—¿Qué? —volví a hablar.

—Está trabajando. —Observó el gran y redondo reloj de pared de la sala—. Ya no debe tardar.

Pasaban de las cinco de la tarde. Me tocaba esperarlo.

—Olvidé que es empleado de tiempo completo. ¿Y mi mamá?

—Dormida, supongo. Le llevé la comida hace rato y se acostó.

No quise importunar a mi madre.

Dolores me invitó a comer.

Juntas fuimos a la cocina porque ahí tenían una mesa más pequeña. Mientras abría las puertas de su alacena, me di cuenta de que tenían una cantidad exagerada de chocolates, panes bañados en glaseados de distintos sabores, harinas para pastel... En el refrigerador fue peor. Abundaban postres con merengue, gelatinas, helado... Por eso mi hermano engordó tanto, y Dolores no se quedaba atrás. Sus mejillas redondas sobresalían de su rostro. Sus hijos iban por el mismo camino.

Lázaro estuvo en casa a las cinco y media. Nos encontró todavía comiendo.

Dolores se apresuró a servirle.

Yo me levanté para saludarlo. Esperaba que me corriera, me ofendiera o se pusiera furioso con su mujer por recibirme. Por el contrario, bajó la cara y solo me saludó con un movimiento de mano.

Los tres consumimos los alimentos en silencio. El ambiente pasó de ser uno agradable a uno tenso.

Mi espalda comenzó a ponerse rígida.

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Where stories live. Discover now