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No recuerdo mucho de mi niñez; lo único que recuerdo con claridad, es su tacto. Siempre me tomaba de la mano; me abrazaba; me defendía... hacía lo que fuera por estar siempre a mi lado. Recuerdo su eterna sonrisa y su dulce voz, tan parecida a la mía; sus ojos idénticos a los míos, pero con ese toque tan... descarado y seductor...

El, siempre él. Mi hermano mayor; mi gemelo idéntico. Mi alma gemela.

Tom y yo siempre estábamos juntos. A pesar de las peleas, no nos alejábamos. Más bien, parecía que con cada problema, nos acercábamos un poco más.

Recuerdo que una tarde lluviosa, después de que peleamos y nos arrojamos todo lo que teníamos a la mano, salí de casa, azotando la puerta, y caminé hasta el parque que quedaba a unas calles, limpiando rudamente las lágrimas que rodaban por mis mejillas. Estaba tan enfadado que olvidé por completo a los chicos que acostumbraban rondar por los alrededores alardeando que aquel era su territorio... y que me odiaban. Iba caminando por entre los juegos, dejando que la lluvia me empapara, cuando les escuché gritarme.

— ¡Hey, marica! ¿Qué haces afuera? —les ví cerrarme el paso mientras se burlaban, llenándome de insultos que ya me eran conocidos.

"Gay", "marica", "fenómeno"... todo eso lo era ante sus ojos. Todas esas palabras cayeron sobre mí como rocas.

Les pedí varias veces que se quitaran de en medio; que dejaran de molestar. No lo hicieron. Y, al ver que no lograban hacerme enfadar, comenzaron a tirar piedras reales mientras la lluvia diisminuía.

Me tiré al suelo, cubriendo mi cabeza con los brazos, volviendo a llorar; cerrando mis ojos fuertemente y aguantando los golpes lo mejor que pude, esperando que se cansaran pronto para que se fueran y me dejaran en paz. Sólo quería que me dejaran en paz...

De pronto, dejé de sentir los golpes en mi cuerpo, pero ellos seguían ahí, ilsultando. Abrí mis ojos despacio, viendo a Tom rodeándome; cubriéndome como podía y dibujando gestos de dolor. Me estaba protegiendo con su cuerpo. Se estaba arriesgando a que le abrieran la cabeza por mí.

Se cansaron luego de unos minutos.. o tal vez se les terminaron las piedras, no recuerdo, pero por fin se fueron. Tom se mantuvo de pie y me ayudó a levantar, sonriendo para ocultar el dolor que sentía.

— Eres un tonto, Bill. Debiste haberte encerrado en tu cuarto y no haber salido en plena lluvia. Si te enfermas, mamá te regañará y tendrás que ir al médico.

No pude hacer otra cosa que abrazarlo y agradecerle.

Entonces teníamos nueve años.

En el colegio existían los chicos populares, los deportistas, los estudiosos, los nerds, los retrasados, los idiotas, los raros... y, al fondo de todos, estaba yo. Podía estar el chico gay, el imbécil y yo... bueno, yo era yo. No había etiqueta precisa para nombrarme, simplemente era el peor de todos y, por lo tanto, el más indicado para ser molestado. Era una suerte que mi hermano siempre estaba ahí para defenderme. Si alguien me molestaba, él lo golpeaba. Si alguien me insultaba o me metía en problemas , lo golpeaba. Si alguien me golpeaba... bueno , Tom lo golpeaba más fuerte. Una vez estuvo a punto de matar a alguien a golpes cuando se enteró que me hicieron llorar...

Hubo un tiempo en que me sentía tan mal; tan atrapado y miserable, que comía muy poco y casi no salía de casa, con lo que tuvo que dejar su trabajo de medio tiempo para cuidarme. Yo hacía un par de años que había dejado el colegio.

Mamá siempre me sermoneaba con lo mismo: "si seguía de ese modo, ninguno de los dos podríamos hacer nuestras vidas." Pero ella ignoraba que Tom y yo habíamos hecho un juramento de no separarnos nunca. Habíamos nacido juntos y moriríamos juntos. Éramos almas gemelas, por eso no podíamos vivir el uno sin el otro... y eso nadie, ni siquiera ella, podía entenderlo.

Cuando me repuse, compramos una casa en el lado sur de la ciudad. Para entonces ya teníamos algo de dinero ahorrado. El era un muy talentoso guitarrista y yo... bueno, a veces le acompañaba con la voz, cuando no cubría mis turnos como ayudante del gerente de una revista reconocida. Teníamos entonces diez y nueve años.

A los ojos de los demás yo era un chico seguro, fuerte, risueño y extrovertido. Un tipo que nunca se callaba pero... por dentro, seguía siendo el mismo niño tonto, llorón e inseguro. Eso solamente Tom lo sabía. Solamente él me conocía a fondo, igual que yo a él. La mayoría de las veces no era necesario que habláramos: bastaba con vernos. El silencio hablaba por nosotros; nuestras miradas se captaban entre sí sin error. Era perfecto. Nada importaban los insultos que seguían lloviendo a mis espaldas; nada importaban las miradas de odio que se clavaban en mí. Todo lo que importaba era que estaba con él.

Pero, nada es perfecto. Eso lo aprendí hace poco.

Todo estuviera bien si se hubiera quedado como estaba: con él a mi lado, como antes.

Tom se enamoró.

Al principio, me dio gusto. El que se haya enamorado de verdad se me hacía algo increíblemente lindo y bueno, después de que solamente se dedicaba a coleccionar chicas pero poco a poco esa felicidad se fue transformando en envidia. Él tenía a alguien más en su vida... cuando yo no tenía a nadie así desde hacía ocho o nueve años. ¿Por qué?

Traté de olvidarlo y ver las cosas del lado positivo pero fue entonces que empezamos a alejarnos. Ya no tenía tiempo para ver una película o pelear conmigo; ya no hablábamos como antes ni discutíamos por tonteras. Ya nada era igual.

En el trabajo ya varias veces había caído en insultos y humillaciones por parte de mis compañeros. En la calle, con los vecinos, mi situación no era diferente. Incluso uno de los pequeños me había arrojado lodo a la cara. Y Tom no sabía nada. Pude decirle pero, ¿para qué arruinarle la vida?

Fue cuando me rendí.

Me encerré en mi pieza. Tomé una navaja e hice presión en mi brazo, cortando mis venas.

No pude mantener la promesa que habíamos hecho.

No era más que un cobarde débil que jamás había podido hacer nada por sí mismo.

"Perdóname, Tom. No pude cumplir las promesas que nos hicimos pero... no importa. podrás vivir sin tantos problemas y estoy seguro que serás más feliz, porque ya no tendrás que preocuparte por el idiota de tu hermano. No te preocupes, no fue tu culpa nada de ésto. Te estaré esperando desde dondequiera que vaya mi alma. Adiós."

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Esa tarde, Tom llegó tarde: el cuerpo de su pequeño hermano yacía en el suelo, rodeado de un charco de sangre. No pudo llegar a salvarlo como aquel día en el parque. Lo tomó entre brazos y corrió al hospital; presionó a los doctores para que lo trajeran de nuevo a la vida, pero ya nada se podía hacer. Estaba muerto.

Pasó el velorio y el funeral en silencio, ausente de todos; llorando ocasionalmente.

Tras el entierro, se quedó unos momentos a solas frente a la lápida donde ahora el nombre de su gemelo resaltaba en letras plateadas. Se hincó, besó el frío mármol y dejó una nota a un lado.

Segundos después, un estruendo estremeció todo el panteón. Tom acababa de dispararse en la cabeza, cayendo sobre la tumba de Bill.

La nota a su lado, manchada de sangre, estaba escrita con letra temblorosa, tal como la que su igual había dejado antes de suicidarse.

"Nacimos juntos y moriríamos juntos, ¿recuerdas? Las almas gemelas mueren si están separadas. Prefiero morir contigo antes que pasar el resto de mis días torturándome con tu recuerdo y repitiéndome que pude haber hecho algo para detenerte. Perdóname... pero, tengo que ir detrás de ti. No puedes decirme adiós..."

AdiósDonde viven las historias. Descúbrelo ahora