—Con que así se siente amar y no ser correspondido —me dije lagrimeando en una ocasión en la que tallaba la ropa en el lavadero que tenía en el patio, cerca de la puerta.

De las cosas buenas que pasaron fue que los malestares que antes me achacaron desaparecieron poco a poco. Las ansias de tener compañía masculina fueron disminuyendo, e incluso los dolores premenstruales bajaron de intensidad. Quizá si se trataba de un "desorden hormonal"; un desorden que cierto caballero provocó sin ser consciente de ello.

Pasados tres meses, me encontré metida en un profundo abatimiento, y no solo por Esteban, sino por todo lo demás que sucedió por las mismas fechas en las que se marchó. Como tener a Esmeralda lejos y embarazada. Me preocupaba el avance de su gestación. Mi hija era sensible para los dolores y llevar a un bebé en el vientre representa una difícil tarea que temía que le costara demasiado sobrellevar.

Con el fin de aliviar las cargas sobre mi espalda, decidí recurrir al padre Jacinto, y de paso echar un vistazo a la casa que ansiaba ver ocupada.

San Josemaría llamaba a la confesión el sacramento de la alegría, porque pensaba que a través de él se recuperan el gozo y la paz que trae la amistad con Dios. Rogué durante el camino hacia la parroquia que eso fuera verdad.

Por suerte encontré a Jacinto disponible para que me confesara. Estaba afuera, paseando. La gente del pueblo corría para besarle la mano al topárselo. Ellos desconocían mis sospechas sobre sus intereses secreto; ni eso impidió que confiara en él.

Decidimos usar el confesionario porque brindaría privacidad. Verlo a la cara lo complicaría más.

Entré al habitáculo.

Jacinto hizo lo mismo del otro lado.

Era hora de expiarme. Me persigné al mismo tiempo que decía el Padre Nuestro.

—Padre, he pecado —le dije, evitando ver su silueta a través de los hoyuelos de madera.

—Dime, hija, abre tu corazón a Dios.

Primero confesé los pecados menores, como el de no devolver los cinco centavos que el carnicero me dio de más, o el de chismear con la vecina sobre otras señoras que no nos caían bien. Demoré así un rato, hasta que llegó el turno de soltar el pecado por el que acudí a él.

—Codicio al hombre de mi prójimo —lo dije, avergonzada. Pronunciarlo en voz alta lo volvía peor—. Me atreví a robarle un beso.

—¿Ese hombre es Esteban Quiroga? —Jacinto lo adivinó enseguida.

—Sí, padre —susurré apenas.

Lo escuché tronar la boca.

—Esteban es ahora un hombre viudo. Está libre. —Su voz bajó y sonó más grave—. ¿Tú lo estás?

Pensé en Joselito, en su traición y en lo estúpida que fui al buscar algo serio con él. Esa herida en el orgullo seguía abierta, muy a mi pesar.

—Lo estoy desde antes de... mi pecado.

—Es cierto que Esteban debe respetar el tiempo de luto, pero lo que crees que es pecado, no lo es para ti.

—¿Qué me aconseja, padre? —Ahí iba la parte más embarazosa—. Es que no puedo quitarme los pensamientos impuros que tengo sobre él y yo.

Jacinto permaneció serio.

—En caso de que, pasado el luto, decidan iniciar una relación y tomar el sacramento del santo matrimonio, la gente no tendrá por qué inmiscuirse.

Sonaba tan fácil que casi me convence. Lo que faltaba era convencer a Esteban.

—¿Usted cree eso, padre?

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Where stories live. Discover now