La muerte del palomo

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Constanza adivinó de inmediato mis intensiones. Creo que pensó lo mismo que yo con respecto al ambiente.

—Te llevo. Él va a tardar para despertar y prefiero no interrumpir su sueño.

Mi hija fue veloz por su abrigo y las llaves del carro. Yo me acomodé el sarape.

Afuera el clima era inclemente. Estaba tan baja la temperatura que soplábamos aire frío.

Como ya conocía el camino, llegamos a la iglesia de Jacinto en veinte minutos. Me di cuenta que las puertas no tenían llave ni candado y optamos por entrar. Me adelanté hasta el fondo. Se oían voces dentro de la oficina y fui directo ahí.

Todavía sigo dudando de lo que vi. No soy capaz de asegurarlo, pero... pero por un rápido microsegundo creí ver al padre Jacinto muy cerca de alguien. La proximidad y el movimiento de su espalda y brazos podrían hacer pensar que hacía algo más que hablar con ese alguien.

¡Me quedé muda y retrocedí!

«Debo empezar a anunciarme antes de entrar a los lugares», me recordé, convencida de que ya no quería presenciar intimidades ajenas o pecados como esos; si es que fue real y no producto de mi cansancio.

Coni se dio cuenta de mi impresión. Con mi codo evité que ella se asomara. Zapateé un poco para que nos oyeran y funcionó. El padre Jacinto salió enseguida. Sudaba y se notaba alterado. Raro, porque también en ese pueblo el frío hacía de las suyas.

—Padre —dije, todavía confusa.

Él se acercó para que le besáramos la mano.

—Hijas, ¿para qué soy bueno? —nos preguntó mientras lo hacíamos.

Incliné la cabeza.

—Es Celina Ramírez, padre, falleció anoche por causa de su enfermedad. Ella pidió entre sus últimas voluntades que usted oficiara las misas que todo entierro debe tener.

El padre Jacinto se persignó, rezó rápido, y luego elevó los brazos. No usaba sotana, solo un suéter negro y unos pantalones del mismo color.

—Mi capilla es modesta, como pueden darse cuenta, pero nuestra hermana Celina será bien recibida en esta, la casa del Señor.

Observé de reojo el lugar. A un lado del impecable púlpito se encontraba la figura de la virgen de Guadalupe. Contemplarla adormeció un poco mis sentidos y me hizo entrar en un estado de tranquilidad revitalizadora.

—Gracias, padre —intervino Coni—. Lo recompensaremos como es debido.

El padre Jacinto sonrió conmovido.

—Como es misa para hoy. —Su mano entreabierta apuntó hacia su oficina—, pasemos a revisar los horarios que tengo libres.

Las dos lo seguimos.

Tenía mis dudas sobre a quién encontraría dentro. Pensé que no hallaríamos a nadie y con eso confirmaría mis alucinaciones. O, en el peor de los casos, que sería una mujer. Resultó ser el tal David. Acomodaba unos papeles sobre el escritorio cuando entramos. El padre y él comenzaron a dialogar sobre los pendientes.

Estoy segura de que el hombre no era mexicano. Tal vez europeo, no sé con exactitud, pero mexicano no. Lo supe por su acento que todavía se le notaba a pesar de su excelente español y por sus rasgos físicos. Su blancura desentonaba con nosotros.

De mi mente borré cualquier pensamiento sobre el tremendo pecado del que acusaba sin estar segura a Jacinto. Dios podría castigarme por hacerlo.

Pactamos que la misa de cuerpo presente sería a las diez de la mañana. Después de eso le pedí a Coni que me llevara a la parada del transporte. Tenía que avisarles a sus hermanos que me encontraba bien y que se prepararan para un funeral, y también quería ducharme.

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Where stories live. Discover now