Capítulo I. Primera aliada: La muerte

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No tengo idea de dónde estoy ni cómo llegué aquí. Me ha despertado el agua que comenzó a caer a borbotones, mojando mi cuerpo que está acostado sobre una superficie fría. Me levanto de un salto, confundida y asustada. Parece ser que me encuentro dentro de una especie de tubo, tan alto que llega hasta el techo. A mis costados se levantan las paredes del grueso y resistente vidrio y, a mis pies, el agua que cae por un caño continúa subiendo, sobrepasando ya mis tobillos. Mi primer instinto es buscar alguna salida, una puerta o algo que me permita escapar. Sin embargo, el tubo es completamente sólido, carente de cualquier abertura.

Me fijo en la pequeña habitación que se extiende alrededor. Está completamente vacía, excepto por un maletín oscuro ubicado delante del enorme tubo en el que me encuentro y una salida que parece conducir a un largo pasillo.

El agua continúa subiendo y ya empieza a llegar a mis rodillas. No hay nadie que pueda ayudarme, por lo que no tengo mayor opción que hacer yo misma una salida. Golpeo el vidrio con mis manos y descubro que es tan duro como pensaba. Lo golpeo una vez más, empujando mi cuerpo contra este, pero nada.

La desesperación comienza a tomarme como su presa, por lo que golpeo con más fuerza. Intento no gritar, concentrarme, aunque respiro con dificultad porque la ansiedad se apodera de mi mente. ¿Voy a morir así? Sigo golpeando el vidrio, el agua ya está a la altura de mi cintura y el frío me va debilitando cada vez más.

Las lágrimas salen de mis ojos, pero por enojo, por no entender qué es lo que está sucediendo. Me paso las manos por el rostro, sorbo y suelto un suspiro cargado de frustración. Miro mis pies, que apenas se mantienen en el suelo, y allí distingo un atisbo de esperanza: una burbuja... no, un hilo de burbujas. Allí hay una pequeña fisura, mínima, un universo de esperanza.

Respiro profundo y sumerjo de nuevo mi cabeza en el agua. Intento llegar a la altura de la minúscula fisura. Es un agujero perfecto, calculado, pensado, del tamaño de la cabeza de un alfiler. Vuelvo a tomar aire y descubro que el agua ya está a la altura de mi pecho.

Intento centrarme, pero el frío me lo impide. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir con renovada esperanza. Analizo mi ropa, no es mía, no podría darme el lujo de vestirme con estas telas. Encuentro cierres, bolsillos, y muchas cintas.

¿Cierres?

Temblando, estiro la cintilla del cierre que está a la altura de mi pecho, el agua ya me cubre el cuello, por lo que se me dificulta más. Estiro con fuerza, toda la que me queda, y lo logro. Consigo romper el seguro y saco el metal deslizador, rogando que pueda ingresar en el agujero.

Respiro de nuevo, aunque con mayor dificultad, y zambullo mi cabeza. El agua está turbia, por lo que me cuesta distinguir de dónde salen las burbujas, pero mi instinto es más fuerte. Lo encuentro, y con todo lo que me queda de fe, introduzco el metal y ejerzo fuerza. Juro ver cómo las esquirlas del vidrio comienzan a formarse y la presión se hace más fuerte a mis oídos cuando el tubo completo explota.

El agua que hasta hace un segundo amenazaba mi vida, ahora se ha esparcido por toda la sala. Me apresuro en salir de lo que queda del tubo y tomo entre mis manos el maletín que había visto antes. Es pesado y al abrirlo entiendo por qué: está lleno de armas. Navajas, cuchillos de distintos tamaños y hasta una pistola.

Un extraño símbolo impreso en la tapa interior del maletín llama mi atención. Parece antiguo, un ojo adornado con ornamentas a los costados. Debajo de este, algunas palabras:

Huérfano elegido:

Si utilizas bien las armas de este estuche, podrás preservar tu vida. Muévete con astucia, escóndete con cuidado y elimina los objetivos sin titubeos. Son veinte en total y solo dos quedarán con vida. Tú puedes ser uno de ellos.

Tu nombre no importaWhere stories live. Discover now