𝟎𝟎𝟐. castles crumbling

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La felicidad de Ana llevaba el número diez en la espalda y hablaba con un precioso acento sevillano. Tenía los ojos marrones más bonitos que había visto en su vida, la cara pintada de lunares, y más garra que cualquier otro miembro del equipo.

Ver jugar a Pablo Páez Gavira, uno de los mejores amigos de su hermano, era sencillamente hipnotizante.

La manera en la que presionaba la lengua contra el interior de su mejilla, en aquel gesto de concentración tan característico, tan suyo. Sus cordones desatados, su cabello despeinado, la forma en la que buscaba el balón sin importar cuántos obstáculos tuviera por delante. Cualquiera podía darse cuenta de que se dejaba la piel en el campo, jugando como si cada minuto fuera el último de su vida, y Ana... Ana había quedado completamente prendada de su determinación desde que lo vio llegar a La Masia, hacía poco menos de un año.

Aquel día en particular, el equipo Infantil A del Barça se enfrentaba a un partido amistoso, pero Pablo no parecía conforme con tener un único gol de ventaja. Buscaba la portería hasta en la más mínima ocasión, corría y regateaba con una agilidad que dejaba perplejos a los jugadores del equipo rival. Desde su lugar en la grada, Ana podía notar que sus propios padres se hallaban boquiabiertos, y su pecho se llenaba de orgullo cada vez que el público se ponía de pie para ovacionar al diamante más reciente de La Masia.

Finalmente, y como si el destino lo hubiera querido así, fue él quien acabó marcando el segundo gol para el Barça, tan solo cinco minutos después de que empezase el segundo tiempo.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que iba a marcar hoy! —Ana exclamó emocionada, tirando de la manga de su madre para llamar su atención. Se había levantado de su asiento tan pronto como el balón entró a la portería, aplaudiendo con todas sus fuerzas; tenía las mejillas teñidas de rojo, la mirada iluminada por un vibrante destello de euforia, y ni siquiera le hacía falta mencionar el nombre del chico para que Marta Espinosa supiera exactamente a quién se refería—. Es buenísimo, ¿verdad?

La mujer asintió, riendo ante la reacción de su hija: —Así es, cariño... Tan bueno como tu hermano.

Más que Marcos, mamá.

La brisa de otoño se hacía más fuerte conforme pasaban los minutos. El partido continuaba, Ana se hallaba sentada en el borde de su asiento, y su pie botaba nerviosamente contra el suelo de la grada a la par que Pablo trataba de esquivar con más y más ímpetu a uno de los chicos mayores del equipo contrario, quien se había dedicado exclusivamente a bloquear al sevillano a partir de su gol.

La niña no tardó en notar que Gavi empezaba a desesperarse, que pateaba el balón con impotencia, que su paciencia colgaba de un hilo. Pasar nueve meses viéndolo jugar cada domingo le había permitido descubrir que, especialmente dentro del campo, era un chico de mecha corta—estallaba con extrema facilidad, y, mientras se levantaba del suelo tras haber sido derrumbado por séptima vez, Ana presentía que estaba a tan solo un paso de perder los estribos.

Pero entonces, justo cuando el sevillano se volvía a preparar para chutar a portería, el tablero dio un vuelco.

Gavi cayó al suelo cuando su rival lo empujó desde atrás, haciéndolo tropezar con el balón. Para Ana, los segundos transcurrieron a cámara lenta: el costado derecho de la cara de Pablo impactó contra el césped y, aunque sus manos amortiguaron la caída, se acabó incorporando con un raspón escarlata en la mejilla y las rodillas cubiertas de sangre.

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⏰ Last updated: May 31 ⏰

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𝐇𝐄𝐀𝐑𝐓𝐁𝐔𝐑𝐍,   pablo gaviWhere stories live. Discover now