CΛPÍTULO 13

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Ligeia corrió sin rumbo, presa del pánico

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Ligeia corrió sin rumbo, presa del pánico. El terror le recorría las venas y su corazón se desbocaba, impulsándola a huir, a escapar de esa espantosa pesadilla que la perseguía y que le traía a la memoria su sangriento y melancólico pasado.

En su cabeza podía oír los gritos y las súplicas desesperadas que aquel espectral rostro había emitido antes de que su mundo se cubriera de un agónico manto gris. Y con ellos llegaron muchos más, como una avalancha de recuerdos que la aplastaba sin piedad.


Mientras sus pies descalzos se abrían paso por estancias y corredores, Ligeia sentía que se le desgarraba el alma cada vez más. ¿Por qué le ocurría aquello? ¿Por qué los dioses la torturaban de una forma tan cruel?
¿Acaso no había sufrido ya bastante? ¿Qué querían de ella?

Lágrimas ardientes le nublaban la vista y le quemaban las mejillas. Un sollozo le ahogó la garganta y le robó el aliento.
Se detuvo, incapaz de seguir. Se apoyó en una pared y, ya sin fuerzas, se deslizó hasta el suelo. Abrazó sus rodillas y escondió su rostro entre ellas. Su pecho oprimiéndose con cada respiración entrecortada.

Tan sumida estaba la muchacha en su propio dolor que le fue imposible percatarse de los pasos pesados que se acercaban a la oscura y asfixiante estancia en la que se refugiaba.

Berenice, la vieja cocinera de la casa, hizo acto de presencia con un montón de leña en los brazos mientras gruñía improperios a diestro y siniestro.

—¿Es que no hay nadie más que pueda hacer esto? —exclamó con enfado—. ¿Acaso quieren que me rompa la espalda cargando leña a mi edad? ¡Qué injusticia! —Dejó los troncos a un lado del horno con un sonoro golpe y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¡Malditos sean los dioses que me han condenado a esta vida de servidumbre y sufrimiento! —exclamó alzando el puño al cielo.

Al oír su ronca voz, Ligeia se encogió en su rincón, ocultando su rostro entre sus rodillas temblorosas. Berenice, por su parte, siguió despotricando sobre los deberes tan injustos a los que estaba sometida y lo poco que la valoraban por ello. Con dificultad se acercó a la mesa llena de fruta que había junto a la diminuta figura de la esclava y se dispuso a guardar las piezas dentro de unos pequeños canastos. Y fue entonces, mientras atrapaba una manzana roja y jugosa que se había resbalado hacia el borde, cuando notó su presencia.

—¡Por el amor de...! —exclamó sorprendida. Parpadeó varias veces, creyendo que se trataba de una ilusión fruto del humo del horno que comenzaba a llenar el espacio—. ¿Qué haces aquí, niña? —inquirió con tono severo.

Para la anciana, la cocina era su reino y que alguien se atreviera a adentrarse en sus dominios sin su consentimiento era cuanto menos un sacrilegio.

LA FORMA DEL VIENTO {En proceso}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora