La espera se estaba convirtiendo en un torbellino de emociones mezclado con la esperanza, el temor y la duda de si Arturo y los demás estarían bien. Solo ellos dos eran conocedores del vínculo que les unía, un vínculo que iba mucho más allá del tiempo y de las distancias. Una unión fruto de un amor inquebrantable, un amor que también se estaba gestando dentro del vientre de Elvira y que esta misma noche Arturo conocería. Con las brujas por testigo.

El reloj de la torre del campanario anunciaba con solemnidad cada hora, dejando que los minutos se deslizaran como las arenas doradas del tiempo. La densa noche se vestía de secretos y promesas, mientras la luz de la hoguera seguía tiñendo de dorado el suelo de la plaza. Candela había insistido en llevar a su hermana junto a las mujeres más ancianas del pueblo para que probase los dulces que ellas mismas habían elaborado a base de miel, almendras y hojaldre, cuando la risa de tres jóvenes hizo callar los murmullos de los árboles y el reír de las brujas en su noche más esperada.

—¡Elvira! ¡Ya llegan!

A lo lejos, por la senda que conduce a lo más recóndito del bosque, Ricardo, Cosme y Arturo caminaban despreocupados, riéndose de manera tan escandalosa que hasta la música de la plaza resultaba incluso lejana. Ricardo llevaba algún que otro roto en sus pantalones y, con una mueca de cansancio en su rostro, intentaba quitarse un par de hojas secas que tenía enganchadas entre los mechones de su pelo cobrizo. Cosme reía al ver a su primo y este, para sorpresa de todos los habitantes del pueblo, traía su dentadura intacta y no se le veía ni un solo rasguño. Pero, como bien dice el dicho: poco dura la alegría en casa del pobre. Escasos segundos le hicieron falta a "El bala" para agarrar a su primo de la solapa de su chaqueta y terminar ambos revolcándose entre la maleza. Arturo, en cambio, venía caminando hacia la plaza como si la travesía de hoy no le hubiese supuesto ningún esfuerzo. Su pelo negro lucía ligeramente despeinado, pero sus ojos azules relucían mucho más que de costumbre a causa del fulgor de las llamas de la hoguera. Era alto y con la espalda y brazos lo suficientemente fuertes como para ayudar a su padre a mover todos los días grandes cargas de madera o para hacerse cargo sin ayuda de la granja y los animales. Un sinfín de diminutas pecas recorría el puente de su nariz, dándole un aspecto más aniñado a sus duras facciones. A Arturo le fue inevitable no soltar su mochila de tela sobre el suelo para correr hasta Elvira en cuanto sus ojos se toparon con los suyos. Sonreía. Arturo De la Vega sonreía como si nada más en el mundo fuese más importante que alzar en brazos a la mujer de su vida.

—Mi Elvira, que preciosa estás. —Sus brazos la envolvían en el aire y Elvira se dejaba hacer. Iría de su mano hasta el fin del mundo si fuese necesario.

—¿Por qué volvéis tan tarde? Casi ya ha terminado la noche de San Juan.

—Las brujas no querían más que bailar con nosotros.

La risa del chico impactó contra la mejilla de Elvira quien, ya con los pies sobre el suelo, cruzó los brazos a la altura del pecho sin dejar de mirarle.

—No te rías de mí, Arturo De la Vega. Ya sabes lo poco que me gustan las leyendas sobre las brujas.

La risa de Arturo se mezclaba con el fragor del fuego mientras besaba la frente de Elvira, permitiéndose cerrar los ojos unos instantes.

—Arturo, tengo que hablar contigo. Es importante.

—¿Va todo bien? —Los ojos del muchacho se centraron en el rostro de Elvira, tratando de descifrar lo que se escondía en sus pensamientos.

—¡De la Vega! ¡Vamos a cenar donde Antoñito! ¡Date prisa! —le gritaba Ricardo mientras toda la cuadrilla se dirigía hacia la posada del pueblo.

—Ve con ellos —le dijo Elvira—, te veré mañana por la mañana en la granja.

—No voy a moverme de aquí hasta que me cuentes qué es lo que querías decirme.

Un verano para volvernos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora