Los recuerdos del momento en que creyó que se convertiría en la mujer más feliz de la tierra la envolvían de una forma brutal y le robaban la poca energía que le quedaba para vivir cada día que transcurría. No. No quería rememorar el instante en que había dicho «sí».

No.

No deseaba recordar las lágrimas de felicidad que había liberado al aceptar al conde Lancaster como su esposo. Permitirse aquel recuerdo era una tortura que jamás en la vida había esperado atravesar porque aún no comprendía qué era lo que había ocurrido... o, más bien, el porqué, pues el sufrimiento de cada día entendía a qué se debía. Pero una mujer como ella, una de las damas más hermosas y deseadas del reino, nunca hubiera esperado que el matrimonio que, sin duda alguna, se suponía era por amor terminara siendo lo opuesto.

Él le había jurado que la amaba, y ella podía jurar también que era cierto, pues no había existido instante en que William Lancaster no le demostrara, incluso en público, el afecto que por ella sentía. Pero aquello solo era pasado. Tal como el verano se esfuma para dar inicio al otoño, su matrimonio había pasado de ser la temporada más dulce y apasionada de su vida a convertirse en un invierno que prometía eternidad.

Se puso en pie, abrió los ojos y, secando el resto de lágrimas, caminó hasta la ventana que daba al bullicio de la ajetreada Londres.

Se preguntó por qué él ya no la miraba como antes. Se preguntó por qué ni el llanto que la abrumaba por las noches lo movilizaba. Pero entonces, de forma inesperada, como la llegada de una fugaz brisa en el verano, entendió que aquellas preguntas no eran las correctas, pues lo único que debía cuestionarse era cuándo y por qué se había acabado el amor.

Aun así, quizá nunca lo supiera. Y tal vez no tuviera sentido seguir preguntándole. Después de todo, jamás recibía una respuesta, no al menos lo que ella esperaba, pues el silencio y las miradas gachas eran lo único que recibía de su tan amado William. Y eso... eso es la peor de las puñaladas que una persona que ama puede recibir.

Extrañaba ser lady Cora Sinclair. Extrañaba la alegría y la juventud que siempre la habían identificado. Pero ya no había marcha atrás. Lo hecho hecho estaba. El matrimonio era para siempre. Lo que Dios había unido jamás podría ser disuelto, y aunque aún no comprendiera las razones por las que el Ser Supremo había permitido que cayera en tan triste infortunio, debía aceptarlo. Así era y así sería para siempre.

Respiró profundo y, decidida a dar un paseo para despejar la mente, tomó sus guantes y marchó escaleras abajo. Su querida amiga, lady Donwell, esperaba su visita. Después de todo, si había regresado a Londres no había sido más que por ella.

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Sabía que Louis lo mataría. O, al menos, le daría una buena reprimenda por hacerlo esperar tanto tiempo y más aún cuando se enterara de que el motivo de su tardanza sería por pasear en Green Park. Pero la verdad era que, luego de haber creído que dejaría Inglaterra para siempre, verse de nuevo allí le resultaba tan extraño como tentador.

Tal como le ocurría a la mayoría de sus hermanos, el condado de Kent sería por siempre su lugar de ensueño. La mejor etapa de su vida la había vivido allí, junto a su familia en Aubrey Hall. Pero Londres también tenía su encanto. De hecho, sin ir más lejos, era donde había podido desplegar su talento como artista, como pintor. Era la ciudad en la que su nombre había recorrido desde los lugares más pecaminosos hasta los más refinados.

Se había hecho conocido por el hechizo que emanaban sus retratos. Y, por muy buenos artistas que ya hubiera en ese entonces, lo cierto era que nadie, absolutamente nadie, era capaz de transmitir la vida que Benedict impregnaba en las obras. Y era que jamás se había visto que un hombre, a través de simples pinceladas, fuera capaz de tornar los ojos de humanos en portales al plano de lo divino.

𝗟𝗢𝗡𝗘𝗟𝗬 𝗘𝗬𝗘𝗦 «benedict bridgerton» ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora