Capítulo 1

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Miré por la ventana y una visión me impactó. Al alba, bajo los soñolientos rayos del sol, una mujer bailaba sobre la orilla del mar. ¿Quién era? ¿Por qué bailaba sola tan temprano en la playa? Mientras me hacía estas preguntas, no aparté ni un solo momento mi mirada de ella. En sus movimientos había algo hipnótico, sublime, cautivador.

Deseé salir de la cabaña y acercarme para verla con mayor nitidez, pero no me atreví. Agucé la vista y descubrí que un vestido ligerísimo cubría el cimbreante cuerpo de la bailarina. Su cabello largo se agitaba en el aire, mientras ella danzaba al ritmo que marcaban las olas del mar.

No sé cuánto tiempo transcurrió, pero cuando la mujer terminó de danzar sentí que mi corazón se detenía. Después, con paso presuroso la bailarina se alejó. Yo me quedé inmóvil, sin respiración, y tuve que esperar unos instantes para sentir de nuevo los latidos de mi corazón y recobrar el aliento.

Me puse a pasear por la cabaña, inquieta. Era el comienzo de mi segundo día en aquel remoto pueblo. Bajé del tren el domingo, a eso de la una de la tarde, y Mercedes, la profesora a la que iba a sustituir, me recogió en su coche para llevarme a la escuela. Yo tenía muchas preguntas que hacerle, pero debido a su circunspección, no le planteé ninguna de mis cuestiones.

Ambas fuimos en el más absoluto silencio durante el trayecto y, tras dejar atrás un frondoso bosque, pasamos por solitarias callejuelas flanqueadas por unas pocas casitas grises. Mercedes solo rompió el silencio para anunciarme que habíamos llegado al pueblo. Después, volvió a sumirse en su mutismo.

A medida que avanzábamos, sentía cómo mi ilusión iba menguando hasta que se desvaneció por completo cuando llegamos a nuestro destino. La escuela no era más que un edificio ruinoso. La fachada gris y deteriorada y las ventanas sin cristales bastaron para que el mundo se me cayera encima. Tras apearnos del coche, cogí mi maleta y Mercedes me condujo por el camino polvoriento que llevaba hacia la entrada. Tras abrir la desvencijada puerta, descubrí que el edificio se componía de tan solo un aula y un pequeño baño. Totalmente desencantada, me volví hacia Mercedes, pero ella desvió su mirada rápidamente.

La propia profesora era quien había enviado el anuncio de la vacante que dejaba en el colegio, a un periódico. Cuando vi el anuncio por casualidad, me llamó mucho la atención: «Se precisa profesora en Urbiot, un pequeño pueblecito costero». A continuación, ponía un teléfono fijo. No decía nada más, y solo esas nueve palabras bastaron para imaginarme una vida mejor, más tranquila, lejos del bullicio y el estrés de la gran ciudad, y sobre todo... cerca del mar.

Así que, sin meditar mi decisión, llamé al teléfono ―no fuera a adelantarse alguien―. Me contestó Mercedes, me rogó que fuese lo antes posible, porque ella se tenía que marchar inmediatamente y dejaría a sus estudiantes sin clases. Rápidamente, le aseguré que en una semana estaría allí. Me indicó el tren que debía coger y la estación donde debía bajarme y quedamos en que ella me esperaría en dicha estación para llevarme en su coche al pueblo.

Así fue como a mediados de abril dije adiós a mi empleo de profesora en aquel instituto de la gran ciudad donde ni un solo alumno valoraba mi trabajo. Pronto alguien me sustituiría. En cambio, el alumnado de Urbiot se quedaría sin dar clases si no iba enseguida. Así que, razonando de esta manera, llegué a la conclusión de que mientras en la ciudad no era necesaria, en el pueblecito me convertiría en alguien imprescindible.

Rápidamente, Mercedes me entregó la llave de la que iba a ser mi vivienda. «Una cabaña frente al mar» dijo, como si eso lo compensase todo, y sin darme la oportunidad de decir nada, se marchó apresuradamente. «Lo siento, debo irme ya. Buena suerte», fueron sus palabras de despedida, acompañadas de un resplandor en sus ojos oscuros que confirmaba que ella esperaba encontrar la felicidad en otra parte.

Bailes de SirenaWhere stories live. Discover now