capítulo 24

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Prisioneros
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Astrid

Glimmerwind, XX, año MMXXVII

Son las nueve de la mañana y no he querido moverme de mi cama. No sé por qué tenía la sensación de que vendrían a despertarme con una serenata, como en esas películas donde el príncipe se escapa a medianoche y lanza piedras por la ventana para dejar un gesto de cariño a su pareja. Pero obviamente, nada de eso pasó. Mi cumpleaños parece que pasará desapercibido.

No hay señales de que alguien vaya a venir a desearme felicidades, así que de mala gana me levanto para hacer mi aseo personal. Las doncellas están esperando afuera e insisten en que abra la puerta, pero las ignoro. No quiero verlas a ellas ni a nadie. Con este humor que tengo encima, es probable que les lance un jarrón, y ellas no lo merecen. No son culpables de mi estado de ánimo.

Al estar lista, me siento frente al ventanal de mi habitación, sumergida en una mezcla de tristeza y resentimiento. ¿Cómo es posible que en un día tan especial me sienta tan sola y olvidada? Mis pensamientos se desbordan mientras miro por la ventana hacia el mundo exterior. El sol brilla radiante, como si estuviera burlándose de mi melancolía. Observo a las personas pasar por la calle, absortas en sus propias vidas, sin tener la menor idea de lo que significa este día para mí.

Decido salir al pueblo y alejarme de todo. Al abrir la puerta, me encuentro con las dos chicas, pero sin dedicarles una mirada, paso de largo buscando la salida del palacio. Ellas me informan que ha llegado un regalo de parte de mi abuela, y les pido que lo dejen en mi cama. No tengo ánimo para recibir nada. Después de que hacen lo que les solicité, siguen mis pasos en silencio, como de costumbre, y agradezco que se mantengan al margen. No tengo ganas de entablar una conversación. En el camino hacia la salida, Frederick también se une a ellas, y no digo nada hasta que llegamos a la puerta principal.

—No necesito de nadie —les digo al estar a punto de salir—. Permanezcan aquí.

—Me temo que eso no es posible.

—He dicho que permanezcan aquí.

—Si el rey nos ve lejos de usted, tendremos problemas.

—No lo repetiré de nuevo. Puedo hacer lo que me plazca, y eso haré. Permanezcan aquí, lejos de mí. Al menos mientras regreso.

—¿Qué diremos si él regresa?

—Que salí a dar un paseo.

Sin decir una palabra más, camino sin un rumbo fijo, adentrándome en el pueblo. Mis pies se deslizan por los senderos mientras mis ojos evitan detenerse en cualquier cosa y mantengo la mirada fija hacia adelante, sin voltear la cabeza. Mi única intención es alejarme de todo y de todos.

Mientras sigo caminando, diviso una banca cerca de un frondoso árbol y decido sentarme en ella. Después de unos minutos, una señora de avanzada edad se acerca y me entrega una rosa blanca, esbozando una amable sonrisa antes de retirarse. El gesto me deja perpleja por unos segundos, hasta que finalmente escucho una voz que me habla.

—¿Por qué tan sola? —preguntan.

Al reconocer la voz, volteo rápidamente y veo a Matthew con una enorme sonrisa en su rostro.

—Feliz cumpleaños —dice.

Mis pies se mueven automáticamente hacia él, y le doy un abrazo que devuelve con más fuerza. No lo olvidó. Lo recordó.

—No esperaba tu visita.

—¿Crees que me perdería tu cumpleaños?

—Lo recordaste.

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