CΛPÍTULO 5

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Ligeia contempló la jofaina frente a ella con inquietud

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Ligeia contempló la jofaina frente a ella con inquietud. La imagen que se retorcía en el agua como una serpiente le resultaba extraña, ajena, como si estuviera viendo el reflejo de otra persona y no el suyo. Levantó una mano, llevando los dedos húmedos hasta su sien. Después, trazó con ellos un sendero descendiente, palpando sus mejillas hundidas y bordeando la piel agrietada de sus labios en el proceso

—Le has mentido a Mirrina. —Ligeia miró a Antia, quien permanecía con las manos cruzadas a su lado—. Lo cierto es que no sé cómo ha podido creerte, tus ojeras son bastante evidentes. —La mujer le tendió un pequeño paño y ella lo tomó, secándose las gotas que corrían por su rostro—. Comprendo por qué lo has hecho; tienes miedo —Su cuerpo se tensó—, miedo a que cualquier cosa que hagas se traduzca en un castigo o algo peor. No quieres llamar la atención y haces bien… —Antia suspiró—. Sé que ves lo que te está sucediendo como algo horrible, y seguramente así sea. Pero debes saber que en tu situación actual el que te trajera aquí conmigo era lo mejor que podría haberte sucedido.

La joven asintió con la cabeza mientras apretaba la tela empapada entre sus manos con fuerza, como si quisiera exprimir el miedo que sentía.

—Desconozco tu procedencia y tu pasado, pero créeme cuando te digo que te encuentras en un lugar seguro y rodeada de personas que nada tienen que ver con las bestias que te tenían cautiva y que podrían llegar a ser una familia para ti. Una nueva —Ligeia la miró con los ojos aguados. La mayor le sonrió con simpatía—. Ahora recomponte y…

—¡Antia! —gritó una voz desde la otra punta de las caballerizas, interrumpiéndola—. ¡Buenos días, Antia! ¡Y a tí también, niña!

Era Diokles, el hombre de limpia sonrisa y profunda mirada azul que había conducido el día anterior el carromato que la había llevado hasta allí.

—Buenos días, Diokles —le respondió Antia con menos efusividad—. ¿Qué tal está siendo tu mañana?

—Pues bastante aburrida, la verdad —le dijo mientras dejaba caer un pesado cesto de paja—. Pero ahora que te veo… —Sus ojos recorrieron su silueta con descaro—. Sin duda alguna hoy estás radiante, amiga mía —finalizó con picardía mientras se acercaba a ellas con pasos lentos y zigzagueantes.

Aquello puso a la mujer en alerta.

—Diokles…

—¿Si?

—¿Has estado bebiendo?

—¡¿Qué?! —exclamó él—. ¡Pues claro que no!

—Sí, sí lo has hecho —afirmó la mujer con una mueca de disgusto—. Apestas.

Diokles olfateó su ropa.

—Yo no huelo nada… —murmuró.

Antia frunció el ceño.

LA FORMA DEL VIENTO {En proceso}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora