CΛPÍTULO 4

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Ligeia era incapaz de recordar la última vez que durmió sobre una cama

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Ligeia era incapaz de recordar la última vez que durmió sobre una cama. Desde que se vio forzada a marchar lejos de su hogar, el único lecho que había conocido era el que el duro y polvoriento camino le había proporcionado. Uno que dejaba noche tras noche incontables marcas en su piel con las que, sin duda, le había estado preparando para las penurias que tendría que soportar el resto de su existencia.

Por eso, cuando Mirrina le anunció que era el momento de retirarse a descansar, ya se imaginaba a sí misma ocupando una esquina del frío y rígido suelo como tantas otras veces había hecho. Pero, cuando llegaron al pequeño cuarto compartido y vio los tres camastros, su corazón dio un vuelco por la sorpresa.

—Estos dos son de Antia y mío —le dijo Mirrina señalando al par que descansaban a cada lado de la entrada—. Y ese es el tuyo.

Con cautela, como si se encontrara ante un animal salvaje, la joven se acercó al pequeño catre vacío con paso vacilante y lo inspeccionó detenidamente. Después, se acomodó sobre el delgado colchón y palpó los bultos de su superficie con la misma delicadeza con la que una madre acariciaría el rostro de su hijo recién nacido.Cuando sintió el tacto rugoso bajo sus yemas, sus pestañas se llenaron de lágrimas que a duras penas pudo contener a causa del aluvión de emociones que vibraban con fuerza en su interior. Era como si cada fibra de su ser se despertara de un largo letargo y se llenara de una luz cálida y reconfortante. Una que le recordaba quién fue una vez. Y es que para ella, que había sido despojada de su humanidad y reducida a poco menos que ganado, aquél destartalado mueble le había recordado cómo se sentía la libertad.

Con un suspiro roto atrapado en su garganta, Ligeia cerró sus ojos dejándose envolver por el que era uno de los sueños más dulces y profundos que había tenido en mucho tiempo.

En el otro extremo de la pequeña estancia, Mirrina no podía apartar la vista de la muchacha que yacía en el lecho frente a ella. Su rostro, pese a la tenue sonrisa que iluminaba sus labios resecos, reflejaba el dolor y el miedo que había sufrido en su corta vida, marcado por las cicatrices de batallas pasadas y desconocidas para ella. Ante aquella visión tan pacífico y llena de felicidad que la esclava inconscientemente le mostraba, Mirrina sintió una punzada de compasión y de culpa al pensar en el destino que le había tocado a aquella joven, tan bella e indefensa. Uno que seguramente no merecía.
Con sigilo se acercó a ella y, posando su cálida mano sobre la suya, le susurró al oído:

—Tranquila. —Ligeia abrió los ojos y la miró—. Todo está bien ahora. No estás sola.

La joven asintió enjuagándose las lágrimas que comenzaban a secarse sobre sus mejillas.

Regalándole un pequeño apretón Mirrina le deseó un buen descanso. Después, apagó la lámpara de aceite que iluminaba la habitación y se tendió sobre su camastro rezando porque aquella chiquilla encontrara esa noche algo de la paz y el descanso de los que había sido privada.

LA FORMA DEL VIENTO {En proceso}Where stories live. Discover now