Capítulo 11

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—No puedo creer que me hayas convencido de hacer esto —la reprendo mientras intento desenredar unas luces de navidad.

Ya es fin de semana y estoy preparando una fiesta para casi treinta personas en mi casa. Un día normal si fuera una de esas chicas que organizan fiestas en sus casas cada fin de semana, e invitan a ochenta, y hasta cien, personas. Pero no lo soy. Y a Tabatha le consta que no lo soy.

—¡¿En qué momento se te pasó por la cabeza que esto era una buena idea?! —continúo gritándole con mi dedo enredado en un gran nudo de cables

Y hay una razón por la que no puedo ser una de esas chicas: soy demasiado perfeccionista. 

Me gustan los planes espontáneos, y adoro las sorpresas, pero cuando no soy yo la que lo organiza, en ese caso sufro. 

Habré tenido unas veintisiete crisis desde el lunes, planificando la comida, la bebida, la decoración, qué música va a sonar. Necesito que mi personalidad más sociable y relajada salga a flote, pero creo que está aterrada con la Leonore obsesivo compulsiva. 

Entendible, hasta yo lo estoy y soy ella. 

—De acuerdo, vamos por partes —habla Tabatha con voz serena—. Primero que nada, respira, tranquila. Piensa en esto como una reunión con personas que ves todas las semanas en la universidad, aquí no hay sorpresas. Las reuniones no dan miedo, ¿verdad? —Se oye de fondo a la madre de Tabatha hablar— Debo irme, Leri, lo siento. Solo respira, ¿si?

Cuelga la llamada, dejándome con la palabra en la boca, un nudo en la garganta y las manos enredadas en luces navideñas.

Tengo decoraciones desparramadas por toda la sala, junto con vasos de plástico rojos que encontré en una caja del garaje, que deben de haber sobrado de algún cumpleaños. No sé de cuál porque no festejamos muchos en esta casa.

Tabatha les pidió a los invitados que trajeran bebidas, lo cual me deja una preocupación menos. Abro la heladera de la cocina esperando que haya suficiente comida para que mis compañeros de clase no se desmayen mientras bailan. 

Meh, tal vez alcance.

Mi celular comienza a vibrar sobre la mesa del centro y voy a recogerlo. 

Oliver.

—¡Hola! —lo saludo más animada de lo que esperaba sonar.

—¿Cómo va la mejor anfitriona de la universidad? —inquiere, y por alguna razón lo último me hace sentir un poco especial.

—Soy un ser consumido por el estrés —me sincero—. Realmente no sé qué estoy haciendo.

—¿Así de mal?

—No lo sé, ¿crees que les guste comer lasaña y beber jugo de fresa? —Lo oigo reír.

—¿Necesitas ayuda? 

—Demasiada. 

—Déjamelo a mí, tú tranquila.

—Pero, ¿qué vas a...? —Finaliza la llamada.

Suelto el celular sobre el sofá junto a los vasos de plástico, y suspiro exhausta. 

Según las películas sobre adolescentes, es una regla no escrita que si tus padres no están en casa debes organizar fiestas alocadas donde todos se emborrachan y acaban vomitando en el jarrón que contiene las cenizas de tu difunta abuela. 

Mis compañeros de secundaria solían creer que era una de esas personas. Todos en la escuela sabían el tamaño de mi casa y la falta de supervisión paternal que había en ella. Nunca supe cómo se enteraron, porque no es que tuviera muchos amigos, al menos no reales. Pero se supo. Solían decirme cosas como "qué afortunada eres", "ojalá mis padres no estuvieran molestándome todo el tiempo", las típicas cosas que pueden molestar a los adolescentes. Es una etapa donde necesitas tu espacio, y a veces hasta una gran casa vacía parece insuficiente. Siempre resaltaban lo afortunada que era por tener una casa entera para mí; sin padres que me obligaran a irme a la cama; comiendo lo que quería cuando quería; tal vez llevar a alguien a dormir. Recuerdo que volteaba a ver a Tabatha, que siempre curvaba sus labios en una sonrisa, con una mirada triste, porque lo sabía. Sabía lo vacía que se sentía una gran casa cuando solo había una persona dentro; lo estrechos y largos que se volvían los pasillos cuando la luz se cortaba y no había nadie para tranquilizarte y corroborar si estabas bien. Si estabas... 

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