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DULCE OTOÑO

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Aún recuerda aquellos ojos grises que tanto la emocionaron. Había llegado de una ciudad no muy alejada de Popayán llamada Pasto. Una región fría y un tanto abrazadora. Verlo esa mañana, ahí sentado jugando con un infante, le hizo entender que, hasta ese momento, no había conocido el amor realmente. Se miraron fijamente por unos instantes, mientras ella sostenía la canasta del pan, y él recogía una pelota de plástico inflable que se llevaba el viento. Ella sentía que su corazón había reaccionado de una manera prematura -no se puede sentir algo así tan intempestivamente- era lo que se decía entre susurros.

Inmediatamente entró a su casa y dejando el pan en la cocina se dirigió a la ventana que daba a la calle para volver a verlo. Y aunque no estaba en el sitio donde lo dejó instantes atrás, sentía una emoción tan grande, que su mismo corazón le aseguraba que lo volvería a ver.

Unas cuantas semanas pasaron y no había rastro de aquel hombre que tanto la enloqueció con su mirada. Se sentaba cada mañana frente a su casa para intentar verlo, pero nada, salían muchas personas de esa casa menos él. Su corazón ya no se sentía igual. Respiraba al son de aquel que tanto la hacía soñar.

Era como si se tratara de alguien que debía conocer y que la mataría profundamente de amor. Y aunque supiese que jamás volvería a verlo, eso no le importaba, bastaba con haberlo conocido. Aseguraba que ese día, aquel joven no muy alto, de chaqueta y jeans oscuros, le había robado el corazón. Era una mujer fría, y no muy dada a las emociones, pero ese nuevo sentimiento que la abrazaba, la tenía navegando por un mar de sensaciones que no quería abandonar; hasta que el día llegó.

Fue una tarde otoñal, en las que los arboles se desnudaban en medio de los payaneses, para regalarles colores amarillos y rosas a cada paso, en la que aquel caballero misterioso regresó. Miraba para la casa de enfrente, quizá buscando algo o a alguien más precisamente. Él también había quedado impactado con aquella primera vista; la chica de ojos negros y tez blanca, que vivía frente a la casa de sus tías, lo había dejado inquieto. Se marcharía pronto de la ciudad, para regresar a su lugar de origen, a su mundo, pero le resultaba abrumante y desalentador irse sin volver a verle una vez más.

Fue esa noche, en la que caminaba de la mano de su prometido, cuando Sara volvió a verlo. Él, la miró con ojos de asombro, como si quisiera decirle mil cosas; como sí la vida le regalara un instante más, para descubrirle la inmensidad de sentimientos que aquella chica le causaba. Ella no salía de su asombro.

Lo miró profundamente. No quería que ese nuevo encuentro le robara la dicha de volver a contemplar sus dulces ojos. Quería lanzarse a sus brazos. Reprocharle el por qué había tardado tanto en llegar a su vida. Sentía conocerlo tan plenamente, que eso le bastaba para amarlo. Él, bajó la cabeza al verla tomada de la mano de su compañero y prosiguió su camino; mientras ella lo seguía fielmente con la mirada sin importarle nada a su alrededor.

Cada mañana ella salía frente a su casa para barrer el antejardín, y él, con la excusa de ir por algo a la tienda no perdía la oportunidad de contemplarla. A veces se quedaba como estatua, parado en la esquina mirándola con fijación. Con unas ganas enormes de saber su nombre, que hacía, que color le gustaba; pero era todo un caballero, sabía que estaba comprometida y jamás cometería tal falta.

Ella estaba tan perdida en su enamoramiento prematuro, que no podía ver claramente su realidad. Y él, entendiendo que ése no era su lugar, ardía en coraje sin poder hacer nada, sin poder robarse a aquella damita y entregarle su vida y su corazón.

¿Cómo te llamas? ..., citaba en el cabezote la nota que habían dejado bajo su puerta aquella noche fría, y que aguardaba un encuentro para ellos. Sara era más valiente y no se resignaría con solo una mirada. Él, arrugó el papel y metiéndolo en el bolsillo de su chaqueta salió de la casa sin dar explicación alguna. Había una mezcla de sentimientos dentro de él. Una lucha entre su mente y su corazón. Pero por primera vez quiso hacerle caso a aquella voz que tanto lo instaba a conocerla.

Ella, aguardaba ahí sentada sobre una banca fría y llena de flores amarillas. No podía creer que la tuviera en frente. Ella se puso de pie y se lanzó a sus brazos. Lo hizo tan fuertemente que se sintió parte de él. Además, su aroma la hizo sentirse tranquila, confiada y plena. Se sentaron finalmente y empezaron a conocerse; hablaban de sus gustos, sueños, y frustraciones. Hasta que un beso profundo los hizo sentirse complementados, hechos el uno para el otro. Sara no quería dejarle ir, y Emanuel estaba tan empalagado con sus besos que difícilmente logró romper aquel encuentro.

Entre aquellas cosas que se habían dicho, también hablaron de la realidad que los envolvía. Ella le obsequió una manilla que con mucho afecto había guardado para él, y que contenía la esencia de su aroma; y él, le dejó una nota en la que le confesaba su gran amor...

Dos semanas después, Sara salió de la puerta de la iglesia tomada de la mano de su compañero de juventud. Sus amigos lanzaban arroz seco simbolizando prosperidad y larga vida para los recién casados; mientras que, en la parroquia de San Pablo, en San Juan de Pasto, y rodeado de toda su familia, el padre Emanuel Ramos se recibía como sacerdote; dejando a su madre llena de la más inmensa felicidad que se puede sentir.

Ambos viven ahora sus vidas soñadas. Una vida para la que tanto se prepararon. Pero sí hay algo muy cierto; y es que, cuando están lejos de su mundo y todas aquellas personas que los rodean, aun se recuerdan. Reviviendo su gran noche tan inocente como su mismo amor. Demostrando que las almas gemelas existen y no precisamente son creadas para estar juntas.

Makhabith Ross

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⏰ Last updated: Feb 04, 2023 ⏰

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