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    Septiembre es uno de los meses favoritos de Laurent. Primero, porque el otoño está a la vuelta de la esquina y eso significa dejar atrás el sol, los días más largos y esa humedad seca e insoportable que parece perseguirlo a todas partes. Segundo, porque también es el mes que más llueve en Hoern, y porque es el mes en el que el bosque que rodea al pueblo adopta esa paleta de colores azafranados que tanto le gusta admirar. Las hojas cubren los caminos como alfombras acolchadas, y hasta la atmósfera parece teñirse de cierto matiz feérico. Laurent juraría que incluso el tiempo discurre más lento; es como si la villa, las horas y sus habitantes lucharan en una batalla perdida contra la pesadumbre propia de la estación.

Hoy no es un día muy diferente a los anteriores. El sol brilla escondido tras las nubes y las ruedas de su bicicleta se hunden en el mismo tramo de barro de todos los días, como siempre le ocurre al internarse en las sendas más profundas del bosque. Cuando acepta que es imposible avanzar entre el fango -después de desperdiciar diez minutos luchando en vano y poniéndose perdidos los únicos pantalones medio decentes que tiene-, aparca la bici tras la maleza y continua andando. De todas formas no queda demasiado trecho para llegar al llano donde guarda todas sus pertenencias, y la brisa que juguetea con su pelo invita al paseo; lo único que interrumpe el eterno silencio del bosque es el canto de las aves, sus pasos y el frufrú de los matorrales al rozar los unos con los otros.

Descubrió aquel sitio casi por accidente, poco después de la muerte de su madre. Para dibujar y pintar se necesita poco, aunque la inspiración y la tranquilidad son indispensables, y su casa en aquel momento no era precisamente el lugar más apropiado para intentar plasmar nada. Su padre se sumergió en un mutismo apático durante semanas, y Auguste, su hermano mayor, repartía todo el tiempo que poseía entre el trabajo y Nicaise. Tras haber gastado tanto dinero en medicinas y viajes al hospital, la familia Vere estaba en números rojos, por lo que su hermano solía trabajar a todas horas. Eso le otorgaba a Laurent una libertad que aborrecía y despreciaba enormemente, pero que fue lo único que lo animó a abandonar el hogar. Aquellos paseos por el bosque terminaron derivando en algo casi curativo; le devolvieron las ganas de pintar, de escapar del ambiente fúnebre que se respiraba en casa y de levantarse de la cama día tras día.

Desde entonces -y en honor a su querida madre- siempre se ha limitado a pintar aquí, en el bosque. Lo hace tal y como ella le enseñó; mojando el pincel, empapándose de la naturaleza y deslizando las acuarelas por el papel con la ternura y la timidez propia de un niño pequeño. Pintar siempre le recuerda a ella, y se imagina que su dibujo es un lenguaje secreto entre ambos; el único trocito de algo que todavía los conecta. Pensar en eso lo hace sentirse un poco menos solo en el mundo, y lo convierte en alguien lo suficientemente valiente (a veces, no siempre) como para intentar descifrar el tono de miel exacto de las hojas del abeto de enfrente. Lo suficientemente audaz como para intentar transformar el sentimiento de paz en algo tangible que pueda aportar al cuadro, y lo suficientemente osado -o tonto- como para creer que el canto de los pájaros, la brisa entre las hojas y el susurro de...

El susurro de... Laurent frunce el ceño al verse interrumpido. El susurro... ¿el susurro de algún animal? ¿Quizás del arrollo que hay a varios minutos de distancia? No lo reconoce por mucho que agudice el oído. Es un sonido extraño, un sonido que no encaja con la panorámica de paz del lugar. Un rumor lo suficientemente inquietante como para expulsarlo de su profundo estado de concentración y provocarle que los vellos se le pongan de punta. No es agradable. Es algo que hay en el aire, en la atmósfera, que lo hace sentirse desamparado.

El pulso se le acelera. Recuerda las palabras de Auguste ante una posible amenaza; nada de movimientos bruscos, intenta transmitir la mayor tranquilidad posible. Sin embargo, la mente de una persona que vive en guerra posee una imaginación mucho más sagaz y vívida que la del resto, y no puede evitar que las manos le tiemblen al recoger sus cosas. No es que descarte la idea de un animal salvaje correteando entre la espesura, pero en estos últimos meses ha aprendido a no ignorar las señales. Y mientras sus ojos azules se deslizan nerviosamente a su alrededor, su instinto le advierte del peligro una y otra vez. Por mucho que trate de convencerse a sí mismo, no hay ni una sola parte de él que crea que se trate de algún inocente animal.

La siguiente opción es lo suficientemente nefasta como para que el corazón se le atasque en la garganta. Aunque las probabilidades son ínfimas -el claro está demasiado apartado del pueblo, no posee un acceso nada fácil y a veces se le hace incluso difícil a él localizarlo, que acude con regularidad-, aquel sitio reúne a su vez las cualidades perfectas para los trabajos de los alemanes. Nunca antes ha visto o escuchado a nadie, pero eso no quiere decir nada. Permanece unos minutos más en silencio, petrificado, esperando a volver a escuchar ese sonido de nuevo. Hasta que aquel eco vuelve a reproducirse, tan bajo que podría haberlo pasado por alto si se hubiera encontrado paseando, y su corazón se sacude con una violencia que lo deja falto de aliento.

Parece... Al principio no sabe bien como calificarlo. Más bien parece una especie de jadeo; un quejido que en otras circunstancias hubiera sido inaudible. Laurent no está seguro de donde proviene, pero tampoco quiere investigar. Maldiciendo, empuña el pincel y se levanta, siendo de repente la única arma de la que dispone en aquellos momentos. Su cabeza se llena de todos los tipos de rumores y carteles que inundan la aldea, de todos esos niños y personas que han desaparecido en el último año. Algo le dice en su fuero interno que si no guarda silencio, él será el siguiente.

Ni se molesta en recoger u ordenar nada, sólo en rezar en silencio por no encontrarse con ningún soldado por el camino. Todo sigue pareciendo tan tranquilo como de costumbre, excepto... No sabe explicarlo, es la estática que recorre el lugar. Hay algo en el ambiente que desentona. De pronto, su mirada choca con el abeto que estaba intentando pintar unos instantes atrás, y se detiene abruptamente en las ramas superiores. Rebusca entre sus bocetos del día anterior y lo confirma; están más hundidas de lo normal, algunas incluso partidas. El árbol está inclinado, como si por la noche lo hubiera atacado una tormenta. Sólo que en los últimos días, ha hecho un tiempo estupendo.

Sin detenerse a sopesar lo que aquello puede significar, se aleja del escenario. La cabeza le da vueltas, y una bandada de pájaros cruza el cielo cuando sus ojos se topan por accidente con una mancha de sangre semioculta entre las piedras cubiertas de musgo. Ese es el indicador suficiente para que salga despavorido de allí. No está solo, hay un hombre herido por alguna parte -los gemidos se corresponden a los de alguien con mucho dolor-, y puede que esté siendo observado. Los alemanes nunca descansan.

Laurent corre por todo el bosque. Corre y no mira atrás en ningún momento. Corre y no se permite pensar en el pobre moribundo que con todas las probabilidades del mundo será su vecino o el padre de alguno de los niños con los que ha crecido. No deja de correr con el corazón bombeándole a mil hasta que alcanza su biciclo, y luego de pedalear hasta que por fin atisba la figura de su hogar. No cena ni habla con nadie, solo reduce su marcha cuando que está en la bañera y con el agua hirviendo hasta el cuello, frotando arduamente cada parte de su cuerpo que ha estado en contacto con el frío suelo del bosque. Tiene las manos manchadas de sangre, y por mucho que intenta lavarlas, nunca parecen recuperar su tono blanco original.

¿Es esto lo que sienten los alemanes cuando matan a alguien de su pueblo? Porque acaba de dejar morir voluntariamente a una persona. Lo ha abandonado a la merced de los nazis, la oscuridad y las bajas temperaturas del bosque. ¿Qué tan diferente es él de un soldado? Se pregunta en la calidez de su cama mientras el quejido inaudible se repite una y otra vez en su cabeza. Es un asesino, y su familia nunca se lo perdonará si lo descubren. Laurent no puede evitar pensar en su hermano Auguste ayudando siempre a los más desfavorecidos, a los más débiles. Jugándose su propio pescuezo por sus principios.

De los dos, él siempre ha sido el más valiente. El que ha mantenido a flote a la familia. Él lo ha criado, lo ha alimentado y le ha enseñado todo lo que sabe. Ha hecho el trabajo de hermano, de madre y de padre. Ha trabajado una cantidad de horas inhumanas sólo para que él no tenga que ir a las minas, para que pudiera estudiar. Fue él quién le regaló sus primeras acuarelas. Fue él quién lo consoló cuando su madre murió, y también cuando su padre marchó a la guerra.

Y es por eso, entre otras muchas razones, por lo que Laurent debe de estar a la altura de las circunstancias.

Se obliga a pensar en la sonrisa de Nicaise, en los abrazos de su hermano y en el sacrificio de su padre. Piensa en todo eso cuando se levanta a medianoche, coge leña y cerillas y aceite, y quema la camiseta, el pincel y todos sus borradores. Cuando pincha las ruedas de su bicicleta y se encierra en su cuarto.

Laurent prefiere vivir con las manos manchadas de sangre que condenar a toda su familia a una muerte segura. No volverá a aquel bosque.

Si puedo evitar que un corazón se rompa; captive prince fanfictionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora