El acervo del Puente del Diablo.

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Eran las cuatro de la madrugada cuando Ada despertó invadida por una sensación de asfixia.

Entre jadeos y temblores, distinguió la opresión latente en su garganta, las manos férreas a la cama y las sábanas mojadas bajo su espalda. No era la primera vez, ni sería la última, en la que aquel suceso la perturbaba noctámbula. Durante los últimos meses sus sueños habían tomado la forma de una pesadilla concatenada, brindando desde algún espacio incierto de la memoria imágenes que la conducían al delirio en el plano onírico.

En los sueños se trazaban efigies advertibles, rostros galardonados por sus expresiones aterrorizadas, ojos que la observaban inmóviles, de trasfondo vacío en contraste con el calvario que se distinguía en las facciones hórridas de su semblante, como si en ellos no hubiese quedado rezagado un vestigio de alma más allá del pavor de su forma física. Había un rostro que se le presentaba constantemente: la imagen de una mujer afroamericana de rasgos duros, frente ancha, nariz prominentes y labios orgullosos; poseía una cicatriz que surcaba su rostro desde la mejilla hasta la frente, enalteciendo aún más la severidad de sus facciones. El elemento que perturbaba a Ada era la carencia en sus ojos: a diferencia de las otras figuras de angustia que se le presentaban, aquella mujer había sido privada de su visión; y aún así, sin contar con la ventana del alma, resultaba ser el ente que mayor angustia causaba.

Aquello no la atemorizaba tanto como la mímesis que de sí misma discernía en aquella mujer: constituía su reflejo. Bajo un paño blanco manchado de sangre en la parte frontal de la frente y la parte superior de su cabeza, una mata de cabello negro rizado pugnaba por salir de su retén. La dureza de los labios oscuros imitaba los de su rostro, y las finas cejas apenas pobladas servían como marco en la carencia de los ojos de la ciega.

A lo largo de casi cien días imágenes fugaces habíanse ido introduciendo en sueños, construyendo crónicamente rasgos tallados en su memoria, primeridades sígnicas que ayudaban a la complejización de los indicios que relataban mudamente una historia que aún desconocía. Ada no alcanzaba a comprender por qué aquellos seres de grito afónico y semblante desgarrador iban ido corporizándose en la oscuridad; en sus sueños primeramente se había introducido el llanto desaforado de un niño que parecía no venir de ninguna parte. Luego, no había otro sonido llenando el espacio más que un pesado ruido de cadenas arrastrándose. A veces, los sonidos se intercalaban en un canto del infierno, adentrándola al borde de la locura en el limbo de la quimera y la realidad. Otro ícono recurrente fue la materialización de un ambiente rocoso, un acantilado de tonos anaranjados y rojos, con pedernales, salientes y un puente de roca tendido sobre el abismo negro. El paisaje se le presentaba siempre bajo la sombra de la noche, bañado por una tenue luz de luna que hacía contrastar la sangre del acantilado.

Todo en sus sueños remitía a la imagen de una profunda oscuridad: la escasa luz echada sobre los rostros, la sangre vertida sobre los ojos, la boca, el pelo; el abismo negro cubierto por rocas rojas, el grito afónico, el llanto desgarrador, el rastro de cadenas.

Las facciones de los rostros rojos y negros se abrían en un gesto de horror, con los ojos abiertos embargados en llanto, la piel sudorosa, las mandíbulas extensas y apretadas en un gesto de dolor y la boca abierta en un círculo agónico, negro, que con cada segundo se iba abriendo más y más hasta desembocar en una deformación completa del rostro; el terror provocaba una ruptura en los rasgos conocidos, y el lugar donde anteriormente habían estado los ojos poblábase de negrura, obrando la metamorfosis de las orbes llorosas a oscuras cuencas vacías. Era entonces cuando la imagen de la mujer ciega aparecía. Entonces, el desfiladero de rostros agónicos mudaba en un gesto idéntico, y una vez concretada la transfiguración iban desapareciendo en la noche con un último grito estertor antes de entregarse al vacío.

Un elemento común que llamaba la atención de Ada era la piel de aquellos individuos: no había una sola persona de tez blanca. No solo la intrigaba, sino que, con creces, la perturbaba. Como mujer negra nacida bajo el símbolo de la bandera americana, la historia de su genealogía familiar constituía una larga historia de sufrimiento y resistencia. Ada era consciente de la presencia de la esclavitud en su familia; hasta el año 1863, con la emancipación de la esclavitud en los Estados Unidos, hombres y mujeres de su linaje habían sido martirizados bajo las visiones otorgadas por la alteridad y el binarismo colonial.

Los días posteriores estuvieron matizados por una angustia negra; por la noche la asediaba el temor por la conquista del sueño, más por una evocación instintiva de las quimeras oscuras que por otros elementos. Durante el día la concentración le resultaba imposible, supeditada por un cansancio atroz promovido por la falta de descanso. A veces, en sus horas laborales sentíase observada, perseguida por una presencia extraña, casi sobrenatural, cuya naturaleza no conseguía discernir entre delirio y realidad.

En su cotidianeidad la línea entre ficción, locura y realidad había comenzado a desdibujarse: el desfile de muerte y horror que oníricamente aparecía fue introduciéndose paulatinamente en las horas diurnas. En la frontera de la identidad se había fijado la obsesión de aquellos gestos en extraños que, de alguna forma, conformaban también su propia historia. En ocasiones, situada al borde de la locura, se encontraba como inmersa en un ensueño sombrío observando en su reflejo una imagen que se metamorfoseaba: la expresión y el espíritu en sus ojos parecía extinguirse por un fogonazo maligno, y su semblante se tergiversaba en una mímesis lóbrega que imitaba las imágenes soñadas. Así pasaba las horas, en un limbo de insania propulsado por los huecos vacíos de su historia.

Ada consentía el mareo y el cuerpo exhausto sobre la entrega al sueño donde sentía su ser y su alma ataviados al destino de muerte. Con el paso del tiempo en su cuerpo los dolores, las fatigas extremas y las punzadas filosas habían comenzado a formar parte de su costumbre: incluso las habitaba con extraña normalidad. El cuerpo como una cárcel agónica se había consagrado como diario.

Una noche, entregada al vacío negro del sueño, despertó empapada de un sudor frío, sabiéndose llamada bajo el nombre de Diamantina Di Moraes. El techo no era otro que el vasto firmamento negro; en su sueño se mecían con estrépito el sonido de cadenas, el ruido de los latigazos cortando el aire, las respiraciones agitadas de los esclavos tremolando en la vida inerte. Un grito de mandato la incentivó a levantarse; sus manos lastimadas, quemadas, magulladas, se hincaron en la superficie rocosa mientras, con dificultad, aunaba sus fuerzas para separar su espalda sangrante del suelo. Supo entonces identificar el líquido frío que cubría su piel como una mezcla de sangre, sudor y polvo, filmina nacida del contacto del tajo que surcaba su espalda con la tierra de la blanca Arizona.

Diamantina, de sentidos aletargados y cuerpo entumecido, comprendió que se había desmayado; no recordaba la última vez que su cuerpo había recibido alimento. Sus labios agrietados tampoco rememoraban el último sorbo de agua que habían ingerido. A lo lejos, como viniendo de otro espacio, su nombre era evocado repetidamente, mas no era capaz de discernir otra cosa que un pitido agudo en sus oídos. Antes de poder recobrar la firmeza, observó una figura negra, alta, masculina, acercándose a ella con paso firme. Lo último que vio fue el ondeo del cuero acercándose a su rostro, y un estallido de dolor antes de entregarse nuevamente al espacio negro de la inconsciencia.

Sintió la piel húmeda y un puntazo agudo en la mejilla izquierda. Vislumbró el cielo negro y una sensación de frío embargó su cuerpo desnudo. Ada se irguió sobre sus brazos, sin comprender cómo ni cuándo había subido a la azotea del edificio. En el rostro sentía un líquido espeso y caliente cayendo por su ojo. Un dolor agudo estalló en el lugar de donde venía la sangre, extendiéndose por su cabeza, su pecho, su torso y todo su cuerpo. Temblando, acercó una mano a su ojo izquierdo y sus dedos penetraron la viscosidad de la carne, estrechando piel, hueso y músculo donde antes estuvo su visión. La muchacha ahogó un grito horrorizado.

Al recobrar la consciencia, una parte del mundo había quedado vedada por siempre para Diamantina Di Morais. Su cuerpo cansado representaba un tajo olvidado en el medio del desierto. Observó a su alrededor la inmensidad del Puente del Diablo vacío: toda Arizona entregada a su alberdrío. Por primera vez en meses, Ada se sintió en paz. Por primera vez en su vida, Diamantina se sintió en libertad. Hizo acopio de sus fuerzas para contemplar el mundo a su alrededor: la inmensidad del paisaje rocoso bañado por una luna roja, el pago próximo del placer ciego que constituye la muerte. Parada apenas, una figura trémula en el desierto, en el cielo surcado por un trigésimo piso, se encaminó hacia el abismo que prometía descanso bajo sus pies. Es debajo, debajo de la piel y la consciencia, muy por debajo de los siglos y de las eras, que se comienza a divisar la calma, la imperturbable eternidad de lo real devenida en la muerte.

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⏰ Last updated: Sep 20, 2022 ⏰

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