Oliver: La desgracia en persona

3 0 0
                                    

Viernes: 14:00

Estoy avergonzado. Me siento con mi madre a la mesa y no la miro ni un segundo, ni siquiera de reojo. No sé qué es peor, cuando vuelvo a clase después de días sin ir o cuando mi madre me mira con desaprobación y estoy seguro de que también está decepcionada de tener un hijo como yo.

Ella me tuvo a los veinte años, y a pesar de lo que muchos podrían pensar, mi madre sí me quería, no se le pasó ni una vez por la cabeza el abortarme, cosa que no agradezco para nada, el mundo y yo nos hubiéramos ahorrado muchas situaciones incómodas.

Se me cierra el estómago y pierdo todas las ganas de llevarme algo a la boca por muy rico que esté. Odio ser como soy. Odio no saber si esa mirada de asco en mi madre es producto de mi cabeza o si es real. No suelo distinguir esas cosas porque mi peor enemigo es mi propia mente.

Tengo fobia social y una muy bestia. Hubo una época, cuando mi padre aún estaba con nosotros, en la que me sentía un extraño en mi familia, no era capaz ni de mirarles a los ojos, sentía que era una casa ajena y que no tenía derecho a tocar lo de otras personas a pesar de ser tan mío como suyo. En mi cabeza no entraba la información de "eres su hijo y todo lo que hay en esta casa te pertenece tanto como a ellos".

Vamos, que hasta me daba vergüenza comer. Creí que estaba haciendo gastar dinero innecesario porque no era su deber cuidarme y sí, lo era, lo es y lo será, soy consciente. Mi madre me ama. Soy el pequeño de la casa y el único que queda en ella, pero tardé en verlo.

En definitiva: estoy jodido.

O bueno, mi mente lo está.

Mi madre aparta la mirada de la tele y me mira porque no he comido nada hasta ahora.

—¿No piensas comer? —su tono me hace querer llorar.

¿Me está hablando mal o soy yo haciendo eso de tergiversar la realidad?

—No tengo hambre —contesto obligándome a ello, a veces ni siquiera puedo sacar la voz.

Recuerdo una época en primaria donde nos hacían leer en voz alta y yo tardé un año entero en poder hacerlo. Sabía leer. Sabía hablar. Lo que no sabía era conectar mi mente con mi boca. El maldito profesor tampoco ayudó mucho. Él se quedaba callado durante cinco minutos siempre, esperando que hablara, sin decir absolutamente nada, y la clase quedaba en tal silencio que si no me hubiera dado pánico, ya estaría saltando por la ventana. Sentir treinta pares de ojos mirándote y tener fobia social no es una buena combinación.

Ya podréis imaginar que me gané una reputación súper buena en la que todos querían ser mis amigos, ¿no? De hecho, creo que aunque hubiese sido el chico más extrovertido del planeta todos me hubieran odiado de igual manera. Porque fueron unos pequeños racistas. Sí, niños de primaria racistas, qué sorpresa, de dónde lo habrán sacado.

Os preguntareis si soy de otro país, pero no, soy cien por cien Español. Lo que pasa es que mi abuelo era muy moreno y de ojos en forma de almendra. Salí a él, como es obvio. En todo el colegio sólo había un niño chino, otro negro y yo, que a pesar de no venir de otro país, lo parecía. Dos, sin contarme, de cuatrocientos individuos.

Ya veis que era un colegio de monjas muy inclusivo.

Y como es obvio, un chico de "otro país" que además es un rarito que no habla es el blanco perfecto. Al principio no se notó, pero conforme íbamos creciendo aumentó de grado. He sido llamado gitano, egipcio, chino, todo ello de forma despectiva, el que más me dolió fue "panchito" que es una forma de llamar despectivamente a los latinoamericanos en España. Yo era muy pequeño y no entendía que pasaba. Llegaba a casa y me miraba al espejo, buscando lo que ellos veían para llamarme esas cosas y mirarme con asco.

Estado: OnlineOnde histórias criam vida. Descubra agora