El primer secuestro

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Pasara lo que pasara lo harían juntos. Lo habían decidido con las manos superpuestas en su tripa, sintiendo las patadas del que dentro de poco sería su hijo. Un ser al que no podrían ofrecer gran cosa, salvo la vida. Era lo único importante. Pero para aprender esa lección había sido necesario alcanzar el extremo agonizante de la humanidad. Ellos no habían tenido la culpa pero llevaban meses pagando la penitencia con hambre. Cuando se acabaron las reservas del refugio antinuclear, no quedaba más que agua filtrada. Las escapadas de su marido para buscar otros refugios con algo que llevarse a la boca no habían dado resultado. Sabía que sin comida ella no podría dar a luz. Tomar el riesgo de salir, de buscar juntos, podría ser su fin o el principio de la vida para los tres. Abandonar la casa por la que tanto habían trabajado, cerca de un colegio, bien comunicada, con un parque amplio donde se imaginaban que enseñarían a andar a su pequeño. Sueños. De un día para otro todo se había evaporado.

Rasgaron varios vestidos, trajes, cortinas, todo eso no les serviría de mucho a partir de ahora si no lo convertían en telas para vestirse abundantemente y para taparse bien la cabeza; un sólo hueco para mirar, muchas capas en torno a la nariz para no dejar entrar el aire radiactivo del exterior. Una bocanada de ese contaminado ambiente provocaría múltiples malformaciones a su hijo, quizás incluso hasta mutaciones. No estaban dispuestos a ello.

Una vez vestidos, decidieron besarse como locos porque podría ser la última vez, pero el sabor de sus labios quedó oculto por la amarga sal de las lágrimas. Las probabilidades de morir dentro o fuera de su refugio eran prácticamente las mismas: casi todas. Sus caras delgadas daban muestras de hambre, de deshidratación. Tapados ya, mirándose a los ojos, deciden que hay que actuar. Por eso abren la puerta del refugio, suben las escaleras del tubo que les llevará a la superficie, abren la escotilla en medio de un vendaval de viento y polvo. Él le ayuda a salir. Le sorprende cómo puede mantener tanta agilidad estando embarazada. Se alegra, a pesar de que piensa que puede estar agotando sus últimas energías. El mundo ha muerto y es peor de lo que imaginaban. El ruido de ventanas que caen a las calles, del paso de hojas de papel, de chatarra llevada de un lado al otro en medio del ulular de un viento intenso no les impide recordar que hasta hace poco su casa se incrustaba en el centro de aquel pequeño pueblo. Si antes el rumor del arroyo dominaba el espectro sonoro con la sola competencia de los pájaros, las ramas de los árboles entrechocaban con el viento, algunos coches se desplazaban lentos entre las estrechas calles y la vida sonreía a cada esquina con un árbol frutal, un animal doméstico o un rebaño de ovejas pasando, ahora era la nada la que cubría todo. Igual que si un niño hubiera destrozado su propio castillo de arena, el pueblo estaba arrasado. El instinto les llevó a buscar la fuente de la plaza. Caminaron entre los escombros presas del pánico. No hubieran imaginado una destrucción de esas proporciones. No era el lugar ideal para que naciera su hijo. Pero necesitaban con urgencia agua. 

Milagrosamente, el último muro en pie de la iglesia había protegido la fuente. Él se lanzó como loco al grifo. Vió que funcionaba, un agua fresca y cristalina brotaba cayendo hasta el desagüe con el sonido que ahora les parecía tan lejano pero tan habitual en sus juegos de niños, en sus correrías por las calles del pueblo, en la vida que querían entregar a su pequeño, pero que ya no podrían.

Ella se dispuso a beber pero dejó que el agua se precipitara entre sus manos. Como un relámpago en su mente apareció el miedo de que ese líquido pudiera infectar o provocar malformaciones, mutaciones, o cualquier otra desgracia al ser humano incompleto que llevaba dentro. Su marido no dudaba: era el mismo agua fresca que le acompañó en toda su juventud. Ella bebió con ansiedad tras quitarse de la boca las telas que la protegían del aire. No quería abandonar esa fuente, al menos significaba un poco de hidratación en ese gris ambiente. Sin embargo, sabían que si ellos habían sobrevivido era probable que otros también.

Sólo cuatro familias más habían comprado los búnkeres. La casa más cercana de una de ellas se encontraba al otro lado del puente. Una construcción espectacular que se elevaba unos 20 metros sobre el exangüe cauce del río. En otros tiempos, el deshielo de las montañas provocaba grandes avalanchas de agua que se precipitaban en cascadas. Tal masa de agua podía incomunicar las dos poblaciones durante la primavera y hacía imposible el transporte de mercancías. Pero esas piedras magistralmente ordenadas habían solucionado el problema. Así, el agua pasaba entre los arcos mientras el río seguía su endemoniada pendiente hacia abajo sin mayor obstáculo. 

Desde el otro lado del puente oyeron una especie de lamento, no distinguieron si era una persona o un animal lo que aumentó su curiosidad. Corrieron todo lo rápido que el embarazo permitía. Llevaban apretadas fuertemente sus manos hasta que una fuerza tiró de la de ella en dirección al precipicio. Al principio le arrastró a él también que consiguió apoyarse en el pretil, evitó la caída pero no que un extraño hombre semidesnudo, con una piel plagada de cicatrices de un color amarillento, se precipitara con su mujer hacia el cauce del río. Gritó desesperadamente mientras daba la vuelta y trataba de alcanzarlo por una de las laderas. El extraño hombre sujetó a la mujer desmayada lo justo para que su cuerpo no se golpeara contra las roca. Mientras doblada las piernas para recuperarse del golpe e incorporarse tras algunos segundos en los que parecía atontado por el esfuerzo. Pero no podía andar, se había quebrado la tibia en el esfuerzo, y dejó caer a la embarazada en el agua. Él quería recuperar a su mujer, sentía que sus piernas volaban cuando saltó al cauce del río desde la otra orilla. 

Pero no era lo suficientemente rápido, otro extraño hombre con las mismas cicatrices, con la misma increíble agilidad había aparecido prácticamente de la nada para recoger a su mujer. Le persiguió río abajo tratando de alcanzarle, pero se movía como el mismo diablo entre las piedras, saltando de una a otra con total precisión. Pronto, sus pulmones comenzaron a arder por el esfuerzo, por sus piernas sólo circulaba ácido, la humedad le producía dolor en los huesos. En ese momento, su ágil enemigo cambió de dirección repentinamente hacia la ladera de la montaña.

Continuará... 

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