Capítulo 6. Una charla y un lirio

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Abrí los ojos. No podía moverme. Escuchaba una tétrica risa. Era como si un demonio se hubiera asentado sobre mi pecho y me hubiera inutilizado el cuerpo. Aún era noche cerrada, la luna brillaba y el haz de luz descansaba sobre la entrada al cuarto de baño. Por un momento, habría jurado estar junto a aquella chica y su marido, siendo parte de su historia, como un narrador omnisciente.
   Miré de nuevo al paisaje que se dibujaba a través de mi ventana. La hierba húmeda y el bosque alzándose al fondo, rodeando nuestra propiedad. Y de pronto, el sol. Tal fue mi sobresalto que pareció haber expulsado a la criatura invisible; extendí mi brazo y miré la hora en mi móvil. Era una de la tarde.
   —¿Pero cómo es posible que…?
   El armario descansaba frente a mi cama. Siempre solía hacer la primera comida del día —ya fuera desayuno, comida, merienda o incluso cena— en pijama, pero algo me impulsó hacia sus puertas y me dijo que aquel día debía ser diferente. Comencé a inspeccionar todas mis prendas, descartando conjuntos a la par que deslizaba las perchas del lado derecho al izquierdo. Cuando el centro de la pared del fondo quedó al descubierto, vi un trozo de papel adherido con cinta. El contenido se limitaba a una serie de letras dispersas:

M S P S U B

   Tomé la esquina inferior derecha
entre el pulgar y el índice de mi mano y traté de arrancarla con todas mis fuerzas, pero no se movió ni un ápice.

Esa tarde, el mismo impulso que me obligó a abrir el armario me hizo abrir el grifo de la bañera. Metí el pie derecho. Luego el izquierdo. Me agaché hasta que mis glúteos se humedecieron y permanecí así unos segundos mientras me acostumbraba a la temperatura del agua. Cuando todo mi cuerpo quedó sumergido —salvo la cabeza— tuve que tomarme unos minutos antes de reunir el valor necesario, pero yendo poco a poco acabé consiguiendo que mis orejas quedaran también bajo la superficie.

Un pitido. Otro.
   Susurros lejanos.
   Empezaba a costarme respirar.
   —Laylah, ¿te ha visto alguien?
   —No, me he cerciorado de ello.
   —¿Y tu marido?
   —Descansando, pero he de irme antes del despuntar del alba.
   —Entonces no disponemos de mucho tiempo. ¿Has traído las hierbas que te pedí?
   —Sí. También tengo la madera quemada, el agua del Arroyo y el cadáver de un recién fallecido.
   —¿Has podido atrapar su esencia?
   —Con dificultades, pero sí.
   —Excelente. Llama a tus hermanas. Empezamos.
   —¿Necesita también esto? Es precioso.
   —Cuidado con el lirio, Laylah. Es lo más importante del encuentro de esta noche.

Mi cuerpo había llegado al límite. Era como si una pesada losa de vapor se hubiera cernido sobre mí. Casi podría haber afirmado que me estaba ahogando.
   Cuando levanté la cabeza, vi cómo parte de mis piernas, brazos y torso estaban en carne viva. Ahogué un grito para no alarmar a mis padres, salí con cautela de la tina y enrollé una toalla alrededor de mi magullado cuerpo. Al cruzar el umbral de la puerta del baño, una ráfaga helada golpeó mi rostro. La ventana estaba abierta.
   Aferré mis manos a la toalla y contemplé el jardín. Atisbé el sol del ocaso, besando el horizonte, a punto de abandonarme. Bajé la vista hacia la marea verde de hierbajos. Y allí estaba. Justo en el centro. Destacando entre la uniformidad.
   Un lirio.

𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑙𝑜 𝑜𝑐𝑢𝑙𝑡𝑜 Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt