Capítulo 6

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Casi sin darme cuenta, caí en un profundo sueño del que me liberé, según mis cálculos, tres cuartos de hora más tarde. Seguía siendo noche cerrada y la caja de fusibles continuaba hecha un desastre, así que o había sido un sueño dentro de otro sueño, o aquello era la realidad. Me dirigí al piso de abajo con la primera opción en mi mente y mi corazón, que se aceleró sobremanera al ver la puerta del jardín abierta. Salí disparada hacia el exterior y cuando apenas faltaban unos metros para sobrepasar los límites de nuestra propiedad, choqué bruscamente contra algo que juro, había aparecido de repente.
   Levanté la vista y me encontré con un nuevo par de ojos castaños que adornaban una cara redonda, cejas y barba pobladas y un cabello corto que comenzaba a desprenderse de sus raíces y dejaba adivinar los primeros indicios del cráneo desnudo de mi padre. Su figura grande y robusta no estaba vuelta del todo, sino que me miraba por encima del hombro con cierto aire condescendiente.
   —¿Qué haces aquí, no deberías estar en la cama?
   Y sin siquiera darme un par de segundos para tratar de procesar una respuesta, añadió:
   —Es tarde, no deberías estar correteando por ahí. Casi despiertas a tu hermano.
   Entonces sí, mi corazón estuvo a punto de estallar.
   —A... ¿quién? —balbucí.
   —A tu hermano. Casi despiertas a tu hermano.
   Dio media vuelta, en sus brazos se discernía entre los pliegues de una manta la cara de un bebé.
   —Pero... —continué. Sabía que me encontraba en una pesadilla, pero el hecho de que estuviera viendo a Jesús me hacía dudar de si algo había cambiado.
   —Pero qué.
   —Pero si él no...
   No me atrevía a continuar la frase.
   La figura de mi padre me infundía tanto respeto como siempre.
   Si continuaba en aquella horrenda realidad, quién sabe qué sería de mí.
   Si tanto me había costado lidiar con Alicia, no quiero imaginar lo que me haría mi padre.
   —Pero si él no llegó a nacer.
   No cabía en mi asombro.
   Lo había dicho.
   Lo. Había. Dicho.
   Estaba muerta.
   ¿Por qué era tan gilipollas?
   —Mamá sufrió un aborto.
   Y seguía.
   Claudia, eres lo más gilipollas que sí llegó a parir tu madre.
   Me sorprendí con la dureza de mis propias palabras, pero luego recordé que aquella crueldad salida de mi boca y de mi mente no sería comparable a la que afloraría en mi padre si se tomaba mal aquellas palabras.
   En lugar de eso, me tendió la mano.
   —Cariño, levántate.
   Estaba fría.
   —Llama a tu madre y a tu hermana, vamos a cenar.
   —Pero si me acabas de mandar a dormir...
   —Ah, ¿ya has puesto la mesa?Muchas gracias, cariño.
   Si había algo que entendía menos que el hecho de primero te mando a la cama y luego vamos a cenar fue encontrarme con la mesa dispuesta para una cena de cuatro cuando en el jardín solo habíamos estado mi padre y yo y cuando había entrado la mesa estaba vacía.
   —Alicia, Marta, ya estáis aquí.
    Habían aparecido en escena mi madre y mi hermana, ambas con aspecto corriente y luciendo una radiante sonrisa. Alicia se había apropiado de una de mis camisetas favoritas, era blanca y llevaba cuatro flores bordadas, tres en la mitad izquierda del pecho y otra en la manga del mismo lado, pero en la que lucía en ese instante faltaban dos: una en el pecho y la de la manga.
   No había tenido tiempo de reparar en qué plato estaba servido, pero cuando lo vi, fue como si la comida que ya había podido digerir tres veces fácilmente volviera a mis intestinos, mi estómago y mi garganta en una fuerte oleada de náuseas. Antes de que me diera cuenta, los tres estaban sentados devorando tres corazones que no sabía ni de qué animal eran o si directamente no eran de animal.
   —Ismael —interrumpió mi madre, con la comisura de sus finos labios empapada en sangre— ¿No crees que falta algo de iluminación? Esto está muy oscuro.
   Mi padre dejó de comer y se puso en pie para encargarse de la petición de mi madre. Los pelos de su barba teñidos de rojo le conferían un aspecto, si cupiera, aún más amenazante.
   —Claro, cariño, voy a por unas velas.
   Yo seguía quieta, como si tuviera los pies pegados al suelo, pero los comensales estaban tan ensimismados con la degustación del plato principal que nadie me ofreció asiento. Mi padre regresó al cabo de unos momentos con tres velas y una caja de cerillas en la mano.
   —Claudia, antes no te lo he dicho, pero no estabas del todo equivocada con respecto a lo de tu hermano.
   Lo cargaba en el brazo izquierdo y, depositándolo en la mesa con cautela, lo despojó de su manta. Lo que dejó al descubierto me heló la sangre a mí también.
   Su pequeño cuerpo estaba lleno de heridas, pero era una hendidura en su costado y los agujeros en las palmas de sus manos lo que hacían honor a su nombre.
   —Los clavos, se me han olvidado. Ahora mismo vuelvo.
   Mi mente se debatía entre dejar salir el vómito para, por lo menos, quitarme ese peso de encima, echarme a llorar o coger el cuerpo del bebé y empezar a correr lo más rápido posible. Lo que me hizo reaccionar y decantarme por la opción de sentarme a la mesa y callar fue el sonido de los clavos penetrando en la madera a través de las manos de mi hermano, así como el brusco movimiento de mi padre que hizo sonar la mandíbula del pequeño para introducirle las velas que había traído.
   —¿Así mejor, cariño?
   —Muchísimo, gracias —respondió mi madre.
   Al cabo de un minuto, ella y mi hermana se levantaron de la mesa, con la cara y las manos empapadas en sangre.
   —Tengo que ir a coserle a Alicia las flores que faltan en la camiseta. Vosotros terminad. Claudia, cariño, haz el favor de comer algo, que no has tocado la cena.
   Dos minutos después, el bebé comenzó a emitir un llanto ahogado y comenzó a moverse, limitado por el metal que lo anclaba a la mesa.
   —¿Vas a querer eso? —me preguntó mi padre señalando al corazón que reposaba sobre mi plato.

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