La flecha de Eros

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—Pues de donde yo vengo sí hay mucha gente así, porque nacen con alguna enfermedad degenerativa o se les fastidia algún nervio de las piernas... o por algún accidente. Hay personas que han perdido las piernas en la guerra porque les ha explotado una bomba al lado, por ponerte un ejemplo.

La cara de Faina mostraba el espanto en carne viva, era como si le estuviese hablando de una película para mayores de dieciocho por contenido violento a una niña de diez años.

—N-n-no, qué horror. No sé qué haría si me quedase sin piernas... ¡aunque solo fuese una! Mi vida estaría terminada...

—No digas eso, Faina...

—Somos guerreras, es mejor morir que acabar lisiada, nos convertiríamos en algo inútil, en un lastre... No he visto ningún combate en el que alguna acabe tan herida...

—Una persona sin la capacidad de caminar no es ningún lastre. Por desgracia, mi mundo también suele pensar eso. Por ese motivo estoy dispuesto a hacer lo que esté en mi mano para ayudar a estas personas. Por eso y porque quiero que se sientan felices e independientes de nuevo.

—¿Y cómo es posible eso?

—Con un mecanismo que se agarre a las piernas y permita que la persona se ponga de pie, después tendré que colaborar con médicos que me ayuden a conectar ese mecanismo con el cerebro para que se muevan como si fuesen sus piernas. Quiero decir, el cerebro da órdenes a tus piernas para que se muevan cuando tú quieres que se muevan, pues esto actuaría igual. Aún no sé cómo hacerlo, pero es mi intención.

El horror del rostro de Faina se había desvanecido y, en su lugar, había aparecido una expresión de asombro.

—Eso suena increíble. ¿Es algo posible?

—Espero que algún día lo sea. —Sonrió el muchacho ante un gesto que aún mostraba gran fascinación.

El silencio se apoderó del momento mientras Faina iba recuperando una expresión más neutra en el rostro, sobre todo después de lanzar una rápida mirada hacia donde estaban Cadie y Eolia, las amazonas que iban con ellos.

—Me encantaría aprender más sobre tu mundo, ¿me contarás más cosas mientras estés en Temiscira?

Everett sonrió.

—Por supuesto.

Cuando llegaron ya era de noche.

Faina despertó a Everett, que no recordaba en qué momento se había quedado dormido, y lo precedió en el desembarco, para el que el muchacho tuvo que quitarse los zapatos y los calcetines y remangarse las patas del pantalón, aunque aun así se le mojaron un poco.

Las mujeres llevaban pantalones cortos y sandalias de cuero marrón, y parecía darles igual que se les mojaran.

El ingeniero miró el cielo, fascinado. Lejos de la contaminación lumínica del mundo moderno, la isla se veía oscura, pero coronada por una luna y un cielo estrellado que iluminaban lo suficiente como para ver la arena blanca de la playa.

—Espera a verla de día —dijo Faina, con una sonrisa de lado, y empezó a andar tras las otras dos que se habían adelantado.

—Espero poder dormir después de la larga siesta que me he echado. Cuando me dormí aún era día abierto... —comentó Everett, aún extrañado por ese hecho.

—Vamos a llevarte a tus aposentos, te van a gustar, son de los mejores de la isla. Somos buenas anfitrionas.

Everett no dijo nada, solo sonrió y la siguió. No se esperaba que fuesen a caminar tanto, pero agradeció estar en tan buena forma. Ayudó, también, que hubiese estado tantas horas durmiendo, porque se sentía más descansado.

Crónicas: Cómo crear un monstruoWhere stories live. Discover now