1. Victoria

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Qué gentuza

Victoria resopla, entrando en el ascensor y zarandeando la carpeta con aversión y sin ningún cuidado. La reunión había sido una calamidad, una mala parodia de su profesión. Debió de haberlo previsto en cuanto el reloj de su muñeca marcó las nueve y cuarto cuando la reunión estaba programada para iniciar a las nueve en punto. Qué delusión, creer que eso sería la única decepción de ese día; de la mano del atraso llegó la negligencia en forma de chácharas insípidas sobre el tiempo, las familias y la fiesta de la noche anterior tras la cena de empresa. Fiesta a la que Victoria no se unió.

Victoria, que preparó su presentación con un mes de antelación, y la ensayó hasta que las palabras perdieron sentido y orden, que la perfeccionó con mortífero detallismo, atestiguó cómo menospreciaban su esfuerzo y dedicación.

Un insulto. A su trabajo y por extensión, a su inteligencia.

Así que ella devolvió el insulto, entre gritos y mímica exagerada, hasta que todos callaron, cabizbajos y humillados ante su penetrante estancia.

El timbre del ascensor suena y con un movimiento brusco de cabeza, recoloca su flequillo en su sitio. A pesar de que ha intentado tragarla, la indignación sigue subiendo por su tráquea como una fuente y deja un sabor amargo en su boca, una bilis que acidifica su lengua.

Luego se preguntaría si ese día estaba creado específicamente para sacarla de quicio, para poner la poca paciencia que tiene a su límite, porque después de esa mañana lo último que necesitaba era chocar con la persona que entraba al ascensor mientras ella salía y que le vertiera café hirviendo por todo el torso. Su blusa blanca favorita. Su atuendo profesional.

"'¡¡Joder!!" Chilla Victoria cuando la blusa que se le pega como hierro fundido, apenas registrando la exclamación confusa de la otra mujer.

"Madre mía, discúlpeme usted. Qué accidente más tonto. ¿Le duele?" La mujer mueve los brazos descoordinadamente, sin saber qué hacer ni por dónde empezar a arreglar el estropicio que había causado.

"No, me encanta, no te jode. ¡Pues claro que me duele!" La elegancia, pilar principal de su persona, se ha transmutado en torpeza como producto de la anteposición de la supervivencia, al tratar de mantener la blusa empapada en fuego lejos de su cuerpo y saltando repetidamente, elevando las piernas como si estuviera trotando, para enfriar la parte del líquido que cayó por su cintura hacia abajo.

Se detiene, quieta y tensa, en el momento en el que lo escucha. Un leve soplido de aire, suave como una pluma, que de no ser por la osadía que representa, habría pasado desapercibido.

Esta mujer se atrevió a reír.

Victoria, levanta los ojos lentamente, en un único y último ofrecimiento de misericordia para que esta desconocida se retracte de su segundo error con ella. En el pequeño intervalo de tiempo transcurrido, no pudo ni plantear imaginarse cómo sería su atacante, pero para ella todos los imbéciles tenían la misma cara. Mucho más tarde, pensaría en cómo jamás podría haber imaginado ese rostro.

Pestañea. No le salen las palabras, por un momento deja de respirar, es la roja ira que se abre paso entre sus venas.

Primero ve el ligero vestido de marrón rubio claro, flores del equinoccio estampadas de forma irregular, y Victoria pondera en la injusticia de que sea su ropa la que está manchada.

La mujer, de pelo castaño –increíblemente largo- recogido en una coleta alta, la mira con los ojos muy abiertos. Unos ojos marrones y pícaros, potenciados por el delineado negro de gato, están abiertísimos, espantados como los de un ciervo. Al menos tiene la decencia de parecer asustada.

Pero los labios. Grandes labios rosas completamente apretados, unas puertas herméticas impidiendo la salida de otra risilla suspirada. Victoria los mira, vuelve a mirarla a los ojos y entrecierra los suyos, para después volver a bajar la vista lentamente en un claro desafío.

Su mudo escrutinio debe de resultar cómico, porque en seguida la otra mujer abre los labios, como si la risa diera un último y potente empujón desde dentro, y sale en ráfagas entrecortadas. Y a pesar de que esto enfada aún más a Victoria, también siente un golpe de triunfo por el duelo ganado.

Victoria escupe el veneno que lleva acumulándose en su boca desde esa mañana.

"Ni puta gracia, bonita." El insoportable ardor del café se ha convertido ahora en un molesto frío que eriza su piel. Victoria agarra la blusa y suspira. Parece un gato mojado, molesto pero resignado.

Es la imagen derrotada de Victoria lo que parece aminorar la risa de la otra mujer.

"Lo siento, lo siento, perdóneme." Dice entre los vestigios de su risa, melódica y alegre. Esto enerva a Victoria todavía más. "Le pagaré el arreglo de la blusa. Le pagaré una nueva también."

"Faltaría más."

"Tenga, tome mi número." La otra mujer buscó en su bolso. Victoria reconoce el logo de Chanel, y arquea una ceja. Ve como saca un bolígrafo de él y, sin preámbulos agarra la mano de Victoria y empieza a escribir.

Nadie la toca nunca así, indiferente y despreocupadamente. Cuando ella entra en una sala, todos los presentes se tensan, se hacen a un lado, algunos –los más patéticos- sienten incluso el impulso de hacer una reverencia. Tan sólo el simple roce con ella, por muy involuntario que sea, implica una ejecución pública al instante en forma de frases afiladas que apuñalan.

Pero ante esta aura de indiferencia, Victoria no puede hacer más que callar y observar. Siente la otra mano, caliente de estar sosteniendo el café. Las pulseras de oro que posan de la otra mano de la mujer cuelgan de su muñeca y chocan sucesivamente contra ella por el movimiento de la escritura.

"Ahí." Finaliza la mujer, tapando el bolígrafo con un audible y exagerado "click" y Victoria retira la mano como un rayo, tan violentamente que tropieza levemente hacía atrás. La otra mujer no repara en su ineptitud para mantenerse de pie y entra en el ascensor, se voltea para mirar a Victoria.

"Me voy a por otro café." Su sonrisa se pierde tras las puertas del ascensor. Desconcertada, Victoria rebusca en su cabeza palabras que nunca le habían fallado, y entre el ansia de tener la última palabra y la necesidad actuar con rapidez antes de que la mujer desapareciese por completo, grita:

"¡Hay que mirar por donde va una, bonita!"

Victoria se muerde el labio, intentando parar las palabras que ya han sido liberadas. No quiere pensar en el halago que acaba de vociferar, uno que ha escuchado medio hotel. Abre la palma de su mano. Ahí lee Mónica y debajo, un número de teléfono móvil. 

El amor colocaΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα