El toque de Afrodita

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El forastero tenía miedo, pero no le quedaba otro remedio que plantarles cara. Y si les tenía miedo era por ser humilde, pues el hombre sabía defenderse y, para sorpresa de los cinco delincuentes, salió airoso de la pelea y se fue corriendo, con el nerviosismo inundándolo por completo.

No les contó a sus padres aquel incidente, lo menos que quería era preocuparlos. El que estaba preocupado era él, que a la mañana siguiente se quedó un buen rato pensando en si salir o no a la calle... pero al final decidió que no iba a dejar que eso le estropeara la maravillosa experiencia que estaba teniendo hasta la noche anterior.

Fue entonces cuando visitó el museo que tantas ganas tenía de ver y sucedió el otro hecho importante, el más importante de su vida, de hecho, porque la cambiaría para siempre.

Estaba viendo la colección de arte micénico cuando oyó una voz femenina a su derecha:

—Un museo increíble y cargado de historia, ¿no cree?

El hombre la miró, sorprendido, pues no se esperaba aquella intervención. Sus ojos grises se cruzaron con los marrones de ella y el joven se vio deslumbrado por su belleza. No pudo evitar fijarse, además, en las ligeras ropas que llevaba y que dejaban ver el trabajado y esculpido cuerpo que poseía la mujer. No poseía unas curvas de infarto ni unos pechos enormes, sino un cuerpo difícil de ver en una fémina, pues a todas luces lo trabajaba duramente en el escenario. Tenía la piel tostada por el sol y su espeso cabello oscuro atado en una trenza. Sin duda, no era alguien que fuese a pasar desapercibido.

La atrevida desconocida no le había hablado en inglés, pero él entendía bastante bien el griego y era el idioma con el que se había estado comunicando durante casi todo su viaje.

—La verdad es que sí —contestó, sonriendo—. Me encanta todo lo que envuelve este país. Soy un hombre de ciencias, pero reconozco que este país se siente mágico.

—Bueno, Grecia tiene algo de magia, aunque yo no lo llamaría así.

—¿Y cómo lo llamarías?

La mujer se rio de forma jovial.

—No me creerías.

—Puedes probar.

El hombre se caracterizaba por tener la mente abierta.

—Quizá es mejor que empiece por mi nombre, ¿no? —comentó de forma simpática, haciéndolo sonreír de nuevo.

—Claro.

—Me llamo Faina.

—Yo soy Everett, es un placer —contestó él, tendiéndole su mano. Ella la miró, ladeando la cabeza, sin saber qué hacer. O al menos esa fue la impresión que le dio a él, así que el muchacho bajó la mano.

—Everett, es un nombre bonito.

—Gracias. ¿Qué ibas a decirme antes?

—Oh, eso. Pues, verás, hay gente que cree que la mitología no es mitología, sino algo real.

—Bueno, igual que pasa con otras culturas y religiones. Aunque pensaba que ya nadie creía en los dioses griegos

—Las amazonas, sí.

—¿Las amazonas? —repitió el joven, extrañado, pues las únicas de cuya existencia tenía constancia era de las jinetes femeninas.

—Sí, las de la tribu fundada por Ares, luchadoras y valientes.

—¿Pero esas existen?

—Claro. Yo soy una de ellas.

Everett se rio un poco.

Crónicas: Cómo crear un monstruoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن