Me asombró darme cuenta de que, mezclada con los otros, formaba parte de una plantilla masculina y particularmente atractiva.

Tomé asiento en una de las pocas mesas libres dejándome caer sobre una de las excelentes butacas de mimbre acolchadas.

Crucé las piernas y esperé poder camuflarme leyendo el periódico, pero, cuando más a salvo de miradas indiscretas me creía, sucedió; Kara me había localizado y se dirigía hacia mí con una sonrisa, expresión que no pasó inadvertida entre algunos de los comenzales que reposaban aquellas butacas.

Alcanzó mi sitio y, sin perder la horizontalidad de la bandeja, se inclinó con un  porte absolutamente irreprochable.

—Has llegado a mis dominios. —bromeó en un susurro—.

¿Qué puedo servirte? Hoy invito yo. En aquel momento me sentí la mujer más envidiada del mundo.

—Una botella de agua, por favor —le pedí devolviéndole la sonrisa.

—Por cierto —susurró nuevamente con un guiño—. Aquí me llamo Steven.

Y, entonces, comprendí.

Me dijo que su turno acababa en media hora, así que aguardé pacientemente y, cuando ya habían pasado casi cuarenta minutos, llegó de nuevo hasta mí.

— ¿Puedes hacerme un favor? —me pidió de nuevo en voz baja—.

Espérame a la vuelta, en la boca del metro. Iré en seguida.

Apareció con sus vaqueros habituales, una cazadora verde abrochada hasta el cuello y la gorra azul de los Yankees.

Me agarró del brazo y tiró de mí hacia el interior de los túneles como si alguien nos persiguiera; entonces, al llegar al andén, comenzamos a reírnos sin parar mientras trataba de explicarme en pocas palabras lo que estaba sucediendo.

—Ayer no lo mencioné, pero yo también llevo poco tiempo en Manhattan —me confesó—.

Hace un año empecé a buscar trabajo para poder quedarme, así que dejé mi currículo en todos los restaurantes y cafeterías de la ciudad, incluido el Tambourine.

Tuve suerte de que Alfred, el encargado, estuviera allí el día que me presenté y me entrevistara al momento. Al principio me dijo que sólo contrataba a hombres, pero luego comentó que podíamos arreglarlo «siempre y cuando te llames Steven claro».

Volvió a reírse y yo aproveche para admirarla bien; era la primera vez que la veía tan contenta.

—No sabes cuántas propuestas he recibido desde que trabajo aquí —confesó encogiéndose de hombros—.

Pero no se lleva mal. Sólo tengo que hacerme el duro. Además, las propinas son geniales. Intuí que el sonido de su risa, ahora tan presente entre las dos, era infrecuente en ella por alguna maléfica razón.

Como me empeñé en invitarla de nuevo a comer fuimos a un restaurante de platos tradicionales que Kara conocía en Little Italy y allí, en una pequeña mesa con manteles ajedrezados, al fin me habló de ella.

Kara Zor-El había nacido en un pueblo del condado de Buffalo, en el estado de Nueva York, donde sus padres, Alura y Zor-El, tenían una granja. Tenía tres hermanos mayores, Kal-El, Jor-el y Yar-El, todos ellos de edades muy similares y que ahora se dedicaban de una manera u otra a la reparación de vehículos; dos de ellos, en un taller particular, y el tercero, en una empresa de camiones de gran tonelaje en Chicago.

El fallecimiento de la madre meses después del nacimiento de la niña había hecho recaer la crianza de los cuatro hijos sobre el padre y, aunque al principio Zor-El había mantenido ciertas diferencias en el trato hacia su hija, al poco tiempo Kara se cortaba el pelo en el barbero y vestía la ropa heredada de sus hermanos.

10 Días para KWhere stories live. Discover now