Capítulo 4.- La Hermandad del Bosque Real

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Tenía que pensar en algo que lo hiciera quedarse en el castillo, con ella. Tenía que idear un plan.

Cersei se miró al espejo, estaba hermosa. Había puesto atención hasta el más mínimo de los detalles, se peinó de la manera que a él le gustaba, usó los pendientes de esmeraldas que hacían realzar sus ojos, y se puso su vestido rojo con el que Jaime no podía resistirse a ella.

Entonces se giró para mirar a Sybell, ella también era linda. Era un par de años mayor que ella, y su cuerpo ya había terminado de desarrollarse. Era el tipo de mujer que atraía miradas por doquier, aunque ninguna parecía complacerla. Era la hija de un rico mercader al que su abuelo, lord Tytos, había otorgado las ruinas de Castamere. Sabía que necesitaba un buen matrimonio, pero era lo suficientemente astuta como para darse cuenta que Jaime estaba demasiado lejos de su alcance.

—Vamos, deben estar esperando por mí —dijo Cersei levantándose.

—Lo estaban, mi señora —respondió Sybell—. Pero el rey llamó a una audiencia en el salón del trono. Lord Lannister y Lord Crakehall fueron requeridos.

—¿De imprevisto?

—Ser Arthur Dayne llegó poco antes que vuestro hermano, —dijo Sybell—. Dicen que trae noticias de los príncipes.

Se cuidó de esconder su sonrisa, ¿podrían ser los dioses tan benevolentes? Había oído de la tormenta que se avecinaba por el Mar Angosto, algo así no sería nada para un hombre joven y fuerte como el príncipe, pero para una mujer de delicada salud podría ser letal.

Cersei bajó las escaleras de la torre de la Mano, apresuró sus pasos para llegar al salón del trono. Las puertas estaban cerradas, pero no había guardias custodiando. Abrió la puerta e hizo que Sybell entrara primero, al notar que a nadie parecía importarle, ella también entró.

El rey escuchaba con atención las palabras de Ser Arthur Dayne. Su padre estaba al pie de las escalinatas del trono, buscó a Jaime con la mirada y lo encontró un par de metros más adelante, por lo menos una docena de caballeros se interponían entre ellos. Lucía tan apuesto como siempre.

—¿Cuándo sucedió todo esto? —su padre preguntó.

—Dos semanas, —respondió Ser Arthur—. Mi señor...

—Disculpe que interrumpa vuestro relato, ser Arthur, —dijo el gran maestre Pycelle desde un costado del trono con el resto de los miembros del consejo privado—. Pero no me explico cómo es que el príncipe Rhaegar dejo pasar tanto tiempo sin avisar de esta situación, considerando la gravedad del asunto, tengo entendido que el valor de las joyas de la princesa Elia constituye una fortuna para nada despreciable.

—Después de lo sucedido el príncipe no estaba dispuesto a dejar ir ninguna espada hasta asegurarse de que la princesa estaba a salvo en Rocadragón —dijo ser Arthur—. Debo insistir en que una de las damas de compañía de la princesa fue herida durante el ataque, pero una vez que desembarcaron, el príncipe me encomendó volver para exponerlo ante usted, Majestad y rogar vuestra aprobación para hacerme cargo de esos forajidos.

Cersei rio para sus adentros. Era evidente que al príncipe poco o nada le importaban las joyas de esa mujer, no lo culpaba, pues seguramente consistía en baratijas sin relevancia.

—Quizá esta sea una buena oportunidad para por fin deshacernos de esa molestia, Majestad —dijo lord Symond Stauton, el consejero de edictos, aunque no parecía realmente interesado en el tema—. Es el mismo grupo que hace cuatro lunas secuestraron a la anciana madre de lord Errol de Pozo Pajar, pagó una fortuna por recuperarla y la pobre murió un mes después, lord Errol y otros tantos trataron de capturarlos por su cuenta, pero fallaron y escribieron primero a lord Baratheon y después a usted, Majestad, para rogar por vuestra intervención, pero lord Baratheon se ha olvidado del tema, aunque lord Errol aún envía una carta por luna para recordarnos de su injuria, ¿no es así maestre Pycelle?

Los Últimos DragonesWhere stories live. Discover now