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Edimburgo. 4 de octubre


«¡Me iré, digáis lo que digáis!»

Tres meses después de partir de Londres, en mi cabeza seguía escuchando el portazo que, al ser imposible continuar insistiendo en algo que ellos nunca entenderían, puso punto y final a la discusión. Qué estúpida había sido al pensar que acogerían la decisión con alegría, mostrando el apoyo de unos padres. Sin embargo, cuando estuve sentada en el comedor tan monocromático como ellos, sentí que las ilusiones se hacían pedazos tras escuchar el desagrado.

«¿Arte? ¿Crees que eso te va a dar de comer?», había dicho mi padre con el ceño fruncido y esquivando la mirada. «Elisabeth, deberías buscar otro camino. Mira la hija de Helena, trabaja en una empresa, por lo que pronto formará una familia». Ella tampoco tenía palabras de aliento. Tan amable con aquellos que querían seguir a su corazón, pero incapaz de entender a su propia hija.

No me extrañó aquella reacción, pues nunca habían sido partidarios de que estudiase Bellas Artes. Como dijeron antes de comenzar la carrera: echaría mi vida a perder si continuaba por ahí. Por ello, había trabajado para costear los estudios mientras que por las mañanas me sumergía en una paleta de color, haciéndose cada vez más fuerte la idea de que lo que estudiaba me hacía feliz.

Ese día quise creer que, durante esos años, su opinión había cambiado. Lástima que se tratasen de personas grises sin ambiciones. Ya acomodados, pretendían lo mismo conmigo. Por eso decidí que necesitaba alejarme de allí, del desencanto de que su hija no aspirase a algo más prestigioso, del barullo de Londres, del dolor tras sentirme traicionada, e ir a un lugar donde poder respirar tranquila y hacer por fin lo que tanto deseaba.

Recuerdo cómo en la terraza de la habitación contemplé la fila de edificios que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Podía ver el London Eye cual gigante por encima de los tejados, brillante e hipnótico, cuyas luces intentaban rivalizar con la de las estrellas. Cómo dibujé el paisaje del que sería mi último hogar antes de partir hacia Edimburgo.

Mientras lo hacía, una punzada de nostalgia y miedo se abrió paso en el pecho. Allí había vivido durante veintisiete años junto a mis padres y amigos. No obstante, estaba dispuesta a cumplir ese deseo costase lo que costase. Me llevé aquel último recordatorio en un papel como prueba de lo que dejaba atrás: desencanto, indiferencia, tristeza por no sentirme comprendida. No volví la mirada, pues lo que abandonaba no me hacía feliz.

Durante meses, había buscado el lugar donde podría comenzar desde cero. Sin embargo, cientos de posibilidades se abrieron paso, pero ninguna de ellas me hacía sentir que formarían parte de mi futuro. Y a punto estaba de dejarlo para el día siguiente cuando una nueva oferta entró en la bandeja de notificaciones.

Entonces, lo encontré. Y me enamoré. Y supe que aquel era el lugar.

Traje a la mente el momento en el que Alice me guio hasta el local que había costado varios préstamos y parte de los ahorros que tenía guardados; el destinado a cumplir ese sueño. Cómo la mirada se fue distanciando de los lugares típicos de la zona para centrarse en el que reconocería en cualquier parte del mundo. Pequeño, estrecho y de dos plantas con una terraza en la parte superior. La fachada, de obra vista, combinada con enormes ventanales de forja.

Volví a sentir el instante en el que cogí aire ante las emociones que se agolpaban en mi pecho: orgullo, felicidad, miedo e inseguridad a lo que estaba por venir. «No me puedo creer que por fin esté aquí». El momento exacto en el que traspasé las puertas de cristal y me quedé con la boca abierta. La sonrisa regresó cuando recordé el suelo de madera, pese a que la tupida capa de polvo se había adueñado de cada uno de los rincones. Cuando mi cabeza comenzó a trabajar. Al percatarme de la gran escalera de madera y forja que conducía al piso superior. Cómo, mientras subía los peldaños y pasaba mi mano por la barandilla, sonreí de felicidad. «Estoy tocando un sueño».

Pero al revivir el momento en el que estuve frente a Alice con las llaves de mi nuevo hogar, las lágrimas volvieron. La frialdad que sentí reforzaba el hecho de que todo era real. Por la felicidad, pero también por la nostalgia y la tristeza. En ese momento deseé que mis padres me hubiesen dado todo el apoyo que una desconocida me entregó desde el primer momento; ellos, en cambio, fueron incapaces de despedirse. No obstante, ambos se quedaron muy atrás. Por mucho que doliese, ahora formaban parte del pasado.

El sonido de las campanitas de la puerta hizo que alejase todos esos momentos vividos para regresar de nuevo a la realidad. Ya no había tiempo de acordarse de lo que alguna vez hizo daño, sino continuar construyendo la vida que yo había imaginado.

Pinceladas del almaWhere stories live. Discover now