Capítulo 31: Confusión

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—Es mandamiento del señor: "No tomarás el nombre de Dios en vano", ¿eso responde a vuestra pregunta?

—Eso lo sé, padre. Pero, ¿me castigaría si decido romper un juramento luego de varios años?

—¿Qué clase de juramento es ese?

—Os lo he contado. Es el que hice con mi caballero en la finn' amor —confesó, ni siquiera tuvo el valor de mirarlo a los ojos mientras decía eso. Fue joven en ese entonces, ¿qué pasó por su cabeza al usar a Dios para algo como eso? —. Ambos juramos por Dios amarnos por siempre y ser fieles, pero él no ha cumplido —explicó—. Lo sabéis, no he recibido la visita de mi caballero en años, él no ha dado señales de que le importo. —El padre asentía con la cabeza. A él nunca le agradó del todo esa parte de su confesión en el pasado, pero al menos no parecía juzgarla—. Yo ya no quiero seguir atada a un juramento así, pero temo las consecuencias de mi decisión, ¿qué debo hacer?

—Debéis saber, señora, que quien rompió su juramento y ofendió a Dios fue el caballero. Él juró que os amaría, ¿y qué ha hecho? Burlarse del señor. En cambio, vos fuisteis paciente y honrasteis tu palabra por años. Dios conoce vuestro corazón, nuestra madre la virgen María sabe de vuestro sufrimiento y paciencia. Cumplisteis con Dios, pero ya no es culpa vuestra si ese mal caballero decidió reírse del señor.

—Entonces, ¿habría la posibilidad de que yo renuncie al juramento? —preguntó esperanzada.

—Vuestro corazón está libre de culpa. Vos cumplisteis, aun cuando el ingrato caballero daba señales claras de no interesarle sus palabras.

—Padre Abel, ¿quiere decir que Dios no se molestaría si yo renuncio a mi antiguo juramento? —preguntó dudosa, todo le parecía demasiado simple.

—Debéis orar mucho, a nuestro señor y a la Virgen. Quizá en medio de vuestras oraciones escucharéis la señal que necesitáis. Pero como siervo del señor, os digo que no veo nada de malo en renunciar a un juramento vacío y que ya no tiene ningún valor, que además fue realizado en medio de la imprudencia de la juventud.

—Es que yo tengo miedo de ofender a Dios —le dijo con sinceridad, pues era lo que más le atormentaba. No quería sentir que le debía algo al ingrato. Solo sus creencias la detenían

—Señora, no dejéis que eso os atormente. Os conozco como una dama piadosa y temerosa de Dios, alguien que cumple su palabra y con los mandamientos, que ama al señor, ¿por qué lo ofenderías?

—Gracias, padre —contestó ella—. Creo que ya me siento mejor.

—Me alegra haberos ayudado, ahora os dejo a solas. Hay cosas que... —El sacerdote estaba poniéndose de pie, cuando su vista se desvió a un lado, y calló. Bruna no pudo evitar la curiosidad, fue apenas un instante. Al girarse lo vio. Era Guillaume entrando a la iglesia.

Al principio él no reparó en ella, tal vez no la distinguió de espaldas y concentró su atención en el padre Abel, pero en cuanto sus miradas se cruzaron todo cambió. Bruna no pudo evitar sentirse mal en ese momento. No solo la invadió la culpa, pues no podría borrar de su cabeza la imagen de la decepción de Guillaume esa noche; sino que sintió que en ese momento él no era el mismo de siempre.

No notó alegría en su mirada, ni ternura, ni nada. No se atrevía a decir que había rencor o indiferencia, pero era obvio que de la desilusión pasó a la amargura. Lo entendía, pero no podía evitar sufrir por eso.

Guillaume dejó de mirarla, como si de alguna forma la castigara con su desdén, y ella una vez más quiso contener las lágrimas. Se lo merecía, por supuesto que sí. ¿Acaso no lo había rechazado? A él, quién todo ese tiempo le dio alegría y la hizo volver a sentir de verdad. ¿No sería lo más justo que él la desdeñara? Sin duda no era un caballero del Mediodía como los demás, él no iba a prestarse para el juego de insistir y rogarle a la dama que lo rechazó.

La Dama y el Grial I : El misterio de la OrdenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora