Capítulo diecinueve.

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Cristiano hundió a su acompañante por el hombro y se ocultaron entre la maleza. Los hombres en la fogata se voltearon al encuentro de un encapuchado que se acercaba junto a dos más que tiraban de la prostituta y el almirante. Ambos estaban desarmados, y en la boca de su hermano se divisaba el indicio de un golpe y sangre. Los apuntaban a cada uno con una pistola.

―Preparen al mercader ―ordenó el encapuchado―. Nos iremos en dos cuartos de hora.

Uno de los muchachos se puso en pie. Sostenía en la mano una manzana a medio pelar con el cuchillo de su mano derecha.

―¿Qué hay de ellos dos?

El encapuchado soltó una carcajada.

―Es mi mujer. ―El encapuchado la señaló con la mano. La palma abierta estaba cubierta por una pañoleta―. Le he descubierto un amante, y la muy barragana lo trajo consigo para que la escolte. ―La agarró del pelo―. Una puta nunca deja de ser una puta.

La danza de llamas amarillas y naranjas moteó el rostro del encapuchado. «Cara de demonio», pensó Cristiano. Si hubiese tenido el rostro manchado de sangre, no tendría un aspecto tan macabro como ahora, con aquella mirada siniestra y perturbadora. Incluso a él le provocó escalofríos.

Un eco de carcajadas heló el ambiente, y Cristiano tragó en seco al comprender lo que proseguía. Su cuerpo se tensó, preparándose para el ataque. Si no actuaba pronto, la batalla finalizaría con dos muertes innecesarias.

El silencio de la noche, quien tuvo hasta entonces como única compañía el crepitar de las llamas y las carcajadas de los hombres, se quebró con el grito de la mujer cuando Bernarndo la obligó a avanzar. El rostro femenino se descompuso con una mueca de pánico. La mano que la aferraba la arrojó hacia los hombres exaltados.

―Mátenla cuando terminen con ella.

Como respuesta al quejido, Augusto se precipitó hacia adelante con intenciones de detener lo que parecía inevitable. Sin armas con las que defenderse, se valió de un puñetazo para apartar al primero que la agarró de la cintura, con la evidente intención de arrojarla al suelo. El intento le confirió una patada en la espalda, que le había quedado desprotegida, por parte de Bernardo. El golpe lo arrojó al suelo con un jadeo. Uno de los pistoleros apuntó a su cabeza.

El disparo agitó la quietud de la maleza, como el batir de un pájaro en la huida cuando el cazador se le ha lanzado encima, y con la respiración embravecida, Cristiano observó el cuerpo del hombre desplomándose. El mosquete que sostenía, que no supo cuando se la había quitado a su compañero, también cayó, al tiempo que contempló cómo su hermano se levantaba del suelo. Los ojos fruncidos evidenciaron el dolor de la patada. El almirante separó los labios al observar el cadáver del hombre que le había apuntado en la cabeza. Supo por instinto de donde había provenido el disparo certero, y al levantar la cabeza se encontró con la inconfundible silueta de su hermano menor.

El alarido de guerra de Cristiano instó a la primera línea de defensa a abrir fuego, disparando desde el escondite entre la vegetación. La segunda línea encendió las granadas y las lanzaron a la fogata. La primera en estallar cayó sobre los pies descalzos del pistolero que, azorado por la conmoción, alzó el arma con intención de apuntar hacia el lugar del que provenía el fuego. Un grito de dolor puso fin a su intento, dejándose caer en la tierra que pronto se humedeció con su sangre. Con el estallido de las granadas siguientes, pronto el campamento se arropó con llamas naranjas y humo que olía a ron.

―¡A por ellos! ―gritó Cristiano.

La violenta ola de piratas y uniformados concedidos por el almirante abandonó la maleza, acortando la distancia con zancadas sonoras. A través de la densa nube de humo, Augusto distinguió la silueta de los hombres que, con sus alfanjes, atacaron a los que estaban alrededor de la fogata. Uno de los piratas dio un tajo al primero que se aventuró a enfrentarlo al encajar el filo de la espada en el vientre de su víctima. Su alarido de dolor despertó el eco de heridos que perecieron abatidos por la ola de bandidos que los superaban en número, exaltados por la lucha. Los hombres de Bernardo, una vez recuperados del exabrupto, devolvieron el ataque. Augusto vio al primero de los piratas caer de rodillas sin vida, siendo su muerte vengada por uno de sus compañeros.

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Where stories live. Discover now