Capítulo cuatro.

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«Sofía, a ti y a mí las suposiciones nos están matando».

Por supuesto, aquel mal la acarreaba desde los pasados días, acentuándose con la marcha lenta hacia Vera Cruz, donde pasaba más tiempo dentro del coche y hablando con sus hombres a través de la ventana de la portezuela que con él. En cuanto le dirigía una mirada fugaz, a veces cansada y otras divertida, le hacía creer que el distanciamiento entre ellos no era más que imaginaciones suyas. Por desgracia, la separación volvía a ceñirse entre ellos al retomar las chácharas y jergas con sus hombres.

Nicolás montó mala cara antes de centrar en ella su atención. La escrutó con las cejas levantadas, y su ceño enfadado se fue suavizando. Esbozó una pequeña sonrisa.

―No puedes decirme que estás a gusto aquí encerrada.

―No... ―Alargó la negativa mientras estudiaba sus gestos―. ¿Cuánto falta para llegar?

―Seis horas, cinco si consigo evitar una reyerta.

―¿Reyerta? ―inquirió, intentando mirar por encima del hombro de él, pero solo alcanzó a observar la copa de un árbol―. ¿Contra quién?

―Contra mí. Contra Cristiano. ―Suspiró―. Contra las piedras del río si les da la gana. Es por el viaje. ―Se recostó del coche. Su peso lo sacudió. Cuando se ajustó las mangas de la camisa, Sofía notó que no llevaba puesta la casaca―. Un pirata pertenece al mar, no a la tierra.

―¿No te preocupa que quieran...? ―No fue capaz de culminar la pregunta. Se le secó la boca al observarlo cruzar los brazos, dándole un atisbo del paño que le envolvía la muñeca.

―¿Levantarse en mi contra? Vivimos en un mundo de posibilidades. ―La observó de reojo. Adormeció la sonrisa con una mueca incómoda―. Sabré controlar la situación de esta presentarse. De momento, mientras menos tiempo pases con ellos, mejor.

Nicolás se apartó de la portezuela y la observó ponerse los zapatos. Le tendió una mano para ayudarla a bajar del coche.

―No me has permitido tener una buena impresión de tus hombres ―respondió ella.

Sofía movió la cabeza hacia la derecha y centró su atención en lo que él observaba con tanto énfasis. Dos hombres se peleaban a gritos por una cantimplora vacía.

―También pueden iniciar una reyerta por una cantimplora vacía ―acotó Nicolás, suspirando―. ¿Crees que si ahogo a esos dos, tus hombres estén dispuestos a tomar sus lugares?

Sofía sonrió.

―No.

Nicolás fingió un quejido abatido.

―Que Dios me ayude, tendré que dejarlos con vida.

Avanzó resuelto hacia la disputa. Separó a los hombres con un tirón rápido y les arrebató la cantimplora.

―¡A ver, primores! ―Nicolás levantó la voz ante la protesta―. Quedan seis horas, cinco cuanto mucho, para llegar a Vera Cruz. No me revienten los cojones cuando ya estamos tan cerca de nuestro destino. ―Levantó la cantimplora―. No me puedo creer que se hayan montado tremenda revuelta como si esto fuera un filón.

―Yo le voy a decir qué pasa, capitán. ―Un hombre de complexión salvaje, por la cicatriz que le surcaba la mejilla derecha, se levantó de la roca en la que estaba sentado y se encaminó hacia la reyerta controlada―. Si estuviéramos en el barco, ya nos habríamos ahogado. Por si no lo recuerda, ha decidido traerse a un gran mal fario al viaje.

Los hombres de Nicolás voltearon hacia ella, y Sofía sintió la necesidad de meterse de vuelta al coche.

―Por Dios Santísimo. ―A Nicolás se le escapó una carcajada socarrona―. Parecen un montón de críos. Si necesitaban más tiempo en las tetas de sus madres, habríamos empezado por ahí. Hasta podrían haberme ahorrado este llanto ridículo.

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Where stories live. Discover now