―No le he dado un número a las leguas, aunque el timonero hizo los cálculos. El viento está excelente y con las reparaciones del barco, además de que no llevamos carga pesada, pienso que nos tomará una semana más llegar a Vera Cruz. El viaje más engorroso será por tierra.

Rómulo sonrió, y finalmente apartó la mirada de su trabajo.

―Siento que han pasado décadas desde que no piso mi tierra ni veo a mi familia.

Sebastián sonrió.

―¿Qué edad tiene tu hijo más pequeño?

El rostro de Rómulo se bañó de ilusión.

―Cinco años. Nació unos meses antes de que nos incorporáramos a la Casa.

Sebastián arrugó la frente ¿Ya había transcurrido tanto tiempo? La sensación era diferente para él: parecía que los años no habían avanzado para nada. Surcar los mares tenía ese maravilloso poder: hacer que el tiempo avanzara y curara las viejas heridas.

Le preocupaba regresar al pueblo y que volvieran a abrirse.

Cierto es que quería ver a su padre, a la maravillosa mujer que lo crió como si fuera su madre y a su hermana más pequeña. Añoraba retomar los largos paseos a caballo, darle de comer a las mulas...

Y verla llegar.

Sobretodo verla llegar.

Suspiró, cansado de sus pensamientos. Cansado de recordar imposibles.

―Esa mirada... ―Rómulo cerró el cuaderno de golpe―. ¿Cinco años no fueron suficientes para olvidar una cara bonita?

―Suficientes. ―Asintió, observando el mar. Incluso la marea estaba a su favor. Prometía ser un fructífero viaje―. Es un hecho bien conocido que el tiempo sana hasta la herida más profunda.

―Bueno, pero si de verdad la has olvidado, ¿en quién piensas?

Sebastián lo observó con las cejas arqueadas. Sintió el impulso de cruzarse de brazos, pero desistió.

―¿Desde cuando nos dedicamos a tener conversaciones de mujeres casaderas?

Rómulo se echó a reír.

―Vamos, hombre. Nos conocemos desde los siete años. Me parece que nos hemos visto mutuamente perder la cabeza por una mujer bonita.

«Al menos tú te casaste con ella», pensó Sebastián. Sus pensamientos le calentaron las mejillas, pero fingió que se debía a la exposición al sol.

―Hablar de mujeres trae mala suerte en un barco ―musitó Sebastián, medio distraído en el ir y venir de los muchachos.

―Subir a una mujer ―enfatizó el escribano.

―¿Mm? ―Sebastián ladeó la cabeza―. ¡Oh! Sí, subirla también.

Rómulo emitió algo parecido a una carcajada. El barco se sacudió. Tambaleó, el cuaderno cayó de sus manos y aterrizó abierto en la cubierta.

Al fijarse en su letra, Sebastián arrugó el ceño.

―Hay algo de lo que no te he hablado...

Rómulo contrajo la boca.

―¿De caras bonitas o de navegación?

―De Bernardo ―decretó con un tono lúgubre.

El escribano contuvo el aliento.

―¿De qué se trata?

Sebastián le indicó que lo siguiera con un movimiento de cabeza y se internaron en el camarote con prisa mal disimulada. Sebastián abrió uno de los cajones, sacó de su interior un pedazo de papel doblado varias veces y leyó en voz alta:

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Where stories live. Discover now