The Host of Seraphim

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“No quiere perdonarme. Mi Señor no quiere perdonarme, y ni siquiera me concede la gracia de contemplar Su rostro una única vez para someterme a Su juicio y aceptar sumisamente mi condena.”

El cruzado aún no lo sabía, pero ese temor trocaría su esencia y reverberaría en la figura de ese hombre ante él, del que todavía desconocía incluso su nombre. Convirtiéndose en un anhelo siniestro que atenazaría lo más recóndito de su alma durante más tiempo del que confesaría: su petición al Altísimo de que aquel hombre le lastimara, se vengara, le odiara; lo que fuese. Pero que, por Dios Todopoderoso, no le ignorara. Podría vivir con el desprecio tiznando su mirada, pero jamás sin sus ojos de obsidiana posados sobre él. 

Volcando todo su peso en su enemigo, aprovechando la marcada diferencia de altura entre ambos, le apresó entre sus largas piernas firmemente, y sus manos fueron directas a su cuello, comenzando a ahogarle pese a la resistencia tenaz del sarraceno.

La cota de malla le asfixiaba. Le llegaba el olor de las capas de sudor seco y húmedo impregnando la piel del otro guerrero, entreveradas con el aroma oxidado de la sangre propia y ajena. Su enemigo debía de estar oliéndole igual. 

Entonces, sintió un fuerte tirón entre las piernas, que le hizo gruñir entre dientes. 

Así que Nicolò di Genova tomó una decisión. 

Si Dios había decidido darle la espalda, él iba a obligarle a reconsiderar Su sentencia.

Le iba a obligar a voltearse. 

Y mirar. 

Apretó las manos con todas sus fuerzas, del mismo modo que apretaba la mandíbula, resoplando como un animal desbocado, sabiendo que el sarraceno estaba leyendo el miedo y el pánico en sus ojos. Algo brillando en aquellos iris negros como el abismo le hizo aflojar su agarre, consciente de que ese gesto sería su perdición, ya que su enemigo aprovecharía ese instante de debilidad para contraatacar. Y, no obstante, el musulmán lo que hizo fue sostenerle la mirada, embistiéndole desde abajo con insoportable lentitud. 

Y Nicolò respondió. Buscando que aquel bulto se frotara más contra un hueco que sabe que como varón no tiene, pero el instinto igualmente le hizo abrir las piernas, ajustándose, acoplándose, reclamando más contacto. Quería sentirlo en lugares de los que no sabía el nombre, en lo más recóndito de su cuerpo, donde nunca se había atrevido a llegar solo.

Profundo. Más profundo. 

“Ves lo que me haces hacer. Esto es lo que me haces hacer para lograr que me mires. Si no vas a tener misericordia de mí, Padre, al menos no te olvides de tu hijo. No me dejes vagando en este valle de lágrimas. No me abandones. No me abandones aquí…”

Lo harán. Memorizarán cada rincón de la anatomía del otro, hasta conocer mejor su placer que el propio, renovando su amor y su deseo en cada encuentro, que saborearán idénticamente con la expectación de una primera vez y la experiencia de todas las veces acumuladas a sus espaldas. Con el fuego impaciente de dos amantes recién descubriéndose, y también con la calmada lujuria de un amor consolidado en un milenio, sabiendo cómo desencadenar todos los resortes y cómo revelar todos los secretos del placer del otro. 

Pero todavía no. 

En ese momento sus dientes chocaron, al igual que sus narices. Un beso torpe y roto, ciego de hambre. Se mordieron la boca, haciendo que la temperatura de sus cuerpos subiera aún más. Entre mordiscos al aire y en los labios, como dos bestias retándose, Nicolò gimoteó cuando el sarraceno le agarró por la nuca, asido a su cabello azafranado, y le obligó a abrir más la boca y a recibir su lengua. Instintivamente el genovés fue a su encuentro, explorándose sin pausa, sólo la justa para tomar un poco de aire y volver a la carga en aquella inopinada contienda en la que habían desembocado. 

The Host of SeraphimWhere stories live. Discover now