—Sí, mamá. ¡Primas, esperad!

—¡Anne! —exclamaron de júbilo al verla, dándose la vuelta en mitad del recibidor en el que ya habían entrado, dejando atrás a sus progenitores. Ellas, al igual que la mayoría de las debutantes, llevaban antifaces y vestidos de fantasía, pero no disfraces temáticos como sus padres—. Íbamos en busca de Samuel... ¡Ya lo veo! —Señaló Ámbar a un joven alto de ojos violetas enmarcados por un antifaz de color dorado. 

—Miladis —respondió rápidamente el aludido de apenas diecinueve años con una resabida reverencia formal. Samuel no había tenido tiempo de despuntar como hombre, todavía era un zagal. Pero tenía todos los números para ser el siguiente donjúan de Londres por lo guapo y educado que era. 

—Oh, Samuel... ¡Qué alegría verte! Tu madre, como siempre, no ha reparado en detalles —alabó Perla sinceramente, contemplando las bandejas de oro repletas de manjares dispuestas por doquier, los manteles de seda verde, el millar de velas repartidas a lo largo y ancho de los salones... ¡Sin mencionar a los juglares y a los artistas que entretenían a sus espectadores con  números y acrobacias! 

—Dice mamá que, al menos este año lady Catherine no ha alquilado un globo volador —añadió Rubí con una risilla traviesa. 

—Oh, no, no ha alquilado ninguno. Pero no para evitar el despilfarro, sino para alquilar uno de los elefantes del circo que vino la semana pasada en la ciudad. Las dos cosas en el jardín hubieran resultado ordinarias, exageradas. Y para que mi madre opine que algo relacionado con el dinero es exagerado...  Créeme, lo es. 

—¡Amigas! —oyeron la voz de Allison de repente—. Estáis radiantes, os he reconocido por vuestro pelo y por vuestros vestidos: uno rosado, uno amarillo y uno blanco. ¿Los colores corresponden a vuestros nombres o seguís jugando al despiste? —preguntó la hija de lady Diana Manners. 

—No responderemos a esa pregunta —dijeron al unísono—. La persona que lo adivine al final de la noche, recibirá una compensación. 

—¿Una compensación? —preguntó Scarlett, uniéndose al grupo. 

—¿De qué vas disfrazada? —preguntó Anne, mirando a la hija de lady Margaret de arriba a abajo. 

—De viuda. 

Las jóvenes se miraron de reojo con incomodidad, como casi cada vez que Scarlett hablaba. Sin embargo, Samuel estalló en una risa sonora, divertida. —No encontrarás esposo si sigues así —añadió a su risa burlona. 

—¿Y quién te ha dicho que quiera encontrarlo, Sam? —replicó la pelinegra, que tenía el completo favor de sus padres para ser ella misma.

—Exacto, Sam. Lo que has dicho ha sonado muy tosco —lo corrigió Ámbar—. No somos objetos en un escaparate, somos seres humanos. Aunque a muchos hombres os cueste comprenderlo. 

—Está bien, está bien —Alzó las manos el muchacho, rindiéndose. 

La diversión estaba asegurada entre la pandilla y no tardó en llegar: juegos de mesa, charadas, comidas suntuosas, bailes, conversaciones animadas y un ir y venir de conocidos de lo más concurrido. Nobles de todos los rangos estaban pasándolo en grande con las actividades que lady Catherine Nowells ofrecía. 

—¿Bailamos? —le preguntó el barón Richmond a lady Ámbar después de pasar la noche indagando hasta llegar a ella. Había tenido que ir a buscar a Thomas Peyton para pedirle un baile con su hija, porque no había forma de encontrarla entre la multitud y mucho menos con su juego adivinatorio.  

—Por supuesto —concedió ella, alegre. Aunque no ansiara participar en la miríada de entretenimientos que ofrecía la temporada social, le gustaba divertirse de vez en cuando. Y en esa fiesta era imposible no hacerlo. 

Lady Ámbar y el Marqués de BristolWhere stories live. Discover now