Así que terminé tontamente recorriendo los senderos de su jardín, adivinando el rumbo que él había tomado. Pero cuando estuve a punto de rendirme y desandar mis pasos para regresar a mi alcoba, escuché algo repentino. Un grito remoto. Tuve que agudizar mis oídos y seguir la fuente de ese sonido por encima de los ruidos de los insectos y aves nocturnas. Este me llevó a un complejo apartado, un tanto deslucido en comparación con los otros. Contenía un pasillo de varias puertas, pero el eco provenía de un umbral abierto, del que seguía un descenso por unas escaleras. El grito se repitió, era como de alguien encolerizado. Eran unas vociferaciones que rebotaban en las paredes de ese pasaje.

Inicié un lento descenso, peldaño tras peldaño hacia la profundidad de ese recoveco para encontrar la fuente de esa algarabía. Era como sumergirme en una oscuridad helada, pues el aire se había tornado frío y pesado. Las paredes lustrosas y grises tomaron una apariencia oscura y algo metálica y siniestra. Parecía ser una suerte de prisión de alguna mazmorra moderna y me sorprendía hallar algo así en el hogar de Lax.

Al final de ese camino, una luz blanquecina brillaba como el final de un túnel subterráneo. Desde allí se podía oír un griterío confuso pero que al cabo de unos segundos, me percaté de que estaba en mi idioma.

—¡Hijo de puta! ¿Por qué crees que haría lo que me dices? ¡Voy a matarte! ¡No sabes con quién te has metido!

Era la voz de Míro sin duda. No eran solo exclamaciones, sino también el barullo de forcejeo y berrinche, como si estuviera lanzando patadas contra todo lo que estuviera cerca de él.

Entonces oí una voz susurrante y suave. No podía quedarme allí solo escuchando, no dejé de acercarme hacia el umbral, y lo hice lentamente como si temiera ver qué estaba aconteciendo. Sabía que era Ovack quién hablaba, y Míro respondió a lo que fuera que hubiera dicho con más incordios y amenazas.

Asomé mi rostro con timidez por el recodo. Aquella era evidentemente una prisión, solo que no contaba con barrotes sino con una placa gruesa de vidrio, afuera de la cual se encontraban Aluxi, Lax y un anciano. Uno que identifiqué como un miembro de la comunidad del anillo de Ovack.

Y confinados en un estrecho espacio estaban Ovack y el niño, aún con las ropas negras de Orbe y con un par de grilletes en las manos, los cuales reconocí como unos idénticos a los que me colocaron los vigilantes encubiertos cuando fui capturada en la catedral.

Noté que Lax viró lentamente su mirada de bosque hacia dónde yo me encontraba. Definitivamente me había sentido. Nuestros ojos hicieron contacto, pero él no hizo el menor gesto de sobresalto que me delatara. Y no pareció tener la intención de denunciar mi presencia.

«Vete». Pareció decirme sin palabras.

«No».

Tuvimos la silenciosa convención de dejar las cosas como estaban.

—¡¿Quién te has creído, perro sarno...?!

Míro no terminó su improperio. De repente, fue despedido con violencia contra la pared como si hubiese recibido un golpe invisible. Entonces noté que unas argollas negras sostenían al niño por las manos y lo mantenían suspendido, Ovack había levantado levemente su índice y su expresión no era impávida sino que estaba atravesada por una desagradable frialdad.

Unos relucientes pedazos triangulares de metal se materializaron en frente de Míro, como cristales rotos, y danzaron en forma circular en el aire, como si aguardaran una orden. A pesar de que el niño no era santo de mi devoción, no pude dejar de estremecerme, él estaba desarmado y claramente reducido, después de todo. Pero lo que terminó de helarme la sangre fue escuchar a Ovack. Su voz fue fina, como una cadencia agradable, pero cargada de crueldad.

Plenilunio (versión revisada)Where stories live. Discover now