Acto I - Segunda Parte

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Siempre me ha gustado el olor de las rosas.

Quizás se deba al pequeño jardín que había delante de mi casa cuando era una niña o a que cada cinco de diciembre el mensajero trajera a casa una docena de ellas. El hecho es que cada pétalo y cada aroma configuran una importante parte de toda una memoria. Siempre las he preferido blancas, como mi madre. El blanco me transmite paz, me hace sentirme yo misma.

Por eso ha surgido mi sonrisa al percibir el delicado olor a través de la puerta y se ha convertido en una mueca de horror cuando por fin he encontrado el jarrón. Dolor y desesperación que me han invadido como una plaga, alimentándose de mí, destruyéndome por dentro.

—¿Te ocurre algo? —me pregunta mi abogado, mientras me tiene sujeta por el brazo, guiándome hasta la sala donde todos me están esperando.

—Son rojas como la sangre —es lo único que puedo decir.

Y aunque me niegue a aceptarlo, sé que se trata de una clara señal.

—Vamos...

El ligero empujón de Fran Dávalos me devuelve de nuevo a la realidad. Miro a mi alrededor y compruebo que no hay absolutamente nada en el lugar donde lo había imaginado. Para mí, los juicios siempre han significado una sala atestada de gente, un juez cruel con su mano prolongada en un mazo y quién debía de haber sido mi verdugo, un fiscal ansioso y voraz, mirándome desde el otro lado del estrado.

Sin embargo, nada de todo aquello se parece a la verdad. Las paredes blancas son las únicas que consiguen agarrar mi alma y le impiden salir a volar. Entre ellas no hay demasiadas personas, unas seis a lo sumo, sin contar los dos alguaciles que me animan a entrar, pero ni siquiera sus grasientas uñas, ni su maloliente aliento chocando directamente contra mi nuca, son capaces de obligarme a andar.

La visión me congela en el tiempo y el espacio. Sus miradas me analizan, mientras la mente racional me teme y la curiosidad me busca sin dejar de atenderme. Ya no son personas ante mí, sino ojos juzgándome en el sobrecargado ambiente de unas paredes atentas a todos y cada uno de los susurros del atronador silencio.

No reacciono. Sé que debo huir, no física, sino espiritualmente. Evadirme de cuanto me rodea, dejarle esta situación a la cáscara vacía que me aprisiona desde mi primera primavera. Volver a volar, salir al viento y cantar, dejar de ser ella para ser otra vez yo. No es la primera y, maldita sea, tampoco será la última vez que lo haga. Para mí, todo es efímero e irreal. Una pesadilla angustiosa de la que, por más que lo intente, no puedo despertar. Cierro los ojos y aspiro con fuerza, contrariada. Lo que me ha sido tan fácil en otras ocasiones, ahora me resulta simplemente imposible.

—¿Por qué no toma asiento, señora Lizaro? —un hombre pequeño y bigotudo es el primero en dirigirse directamente a mí—. Vamos, no tiene que tener miedo de nada.

Mis músculos siguen rígidos, obstinados y decididos a no abandonar su lugar en la sala. Fran ya ha ocupado su asiento en la mesa rectangular que domina el espacio y para mi horror, me doy cuenta que el único asiento libre que queda, y el que se me ha ofrecido, es el del anfitrión. Mis carceleros siguen tras de mí, como un par de sombras molestas a las que mi débil luz es incapaz de hacer desaparecer.

Estoy segura de que mi voluntad es más fuerte que la de cualquiera que ahora mismo se encuentra en mi presencia. Lo sé, lo siento, y me enorgullezco por ello, pero por desgracia no es suficiente para hacer frente a la fuerza bruta que ahora me obliga a ocupar mi silla. Resistirme es inútil, lo sé, aún así el instinto humano de supervivencia que surge ante la presencia de un temible depredador, me obliga a retorcerme entre sus brazos dificultándoles, aunque sea nimiamente, el paso.

La Canción del Silencio ✔ [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora