Capítulo 1

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¿No les pasa que a veces odian el mundo? Porque a mí sí.

No es que tenga una mala vida, es más que nada que odio no poder adaptarla al mundo la mayoría del tiempo, como estos jeans nuevos que son hermosos, pero que no me quedan.

Todo resulta ser bastante bueno hasta que me doy cuenta de que no es para mí, lo único de lo que estoy completamente segura es que nací para mi trabajo. Al menos, tengo algo de lo que sentirme orgullosa.

Mientras me miro al espejo y observo mi imagen poco esplendorosa, me pongo a pensar en todo lo que me espera el día de hoy. La escuela rural en la que trabajo hace tres años al fin va a recibir el apadrinamiento de alguien que pueda hacerse cargo de todo lo que está mal ahí, y ese es uno de los pocos motivos que me impulsan a salir de la cama.

Soy trabajadora social, me desempeño en una escuelita rural a la que asisten siete chicos en total, todos de campos que costean la ciudad de Bahía Blanca, en la que vivo desde que nací. Mi trabajo es casi el más importante en ese lugar, somos pocos los que trabajamos ahí, solemos tener que hacer horas extras que nadie paga y esforzarnos el doble por la falta de recursos y materiales, tenemos más gastos, sacamos mucho de nuestros bolsillos, pero todo lo hacemos con amor. Ese lugar tiene algo mágico, algo especial que nos lleva de lunes a viernes por calles de tierra y de barro en los días de lluvia, a veces con botas de goma, a veces con zapatillas deportivas, pero siempre con el corazón en la mano. Siempre dispuestos a hacer cualquier cosa por la sonrisa de los chicos que siempre nos esperan, siempre nos quieren.

Hoy empiezan las clases después de las vacaciones de invierno, agosto nos abraza frío y ventoso así que me abrigo con todo lo que encuentro. No tengo auto, mi pequeño sueldo de trabajadora social pública no me lo permite, pero siempre tengo una buena compañera que me espera en la rotonda, donde el colectivo me deja a las 7 de la mañana.

Con una última miradita al espejo, me veo gorda, floja, e insulsa. El pelo rubio, medio anaranjado, se me enreda con demasiada facilidad y lo meto debajo de la bufanda. Suelo intercambiar algunas palabras con mi reflejo del espejo. Yo lo insulto y el me devuelve una sonrisa socarrona que odio, porque sé que me dice que me joda, quién me mandó a ser tan fea. Hoy no me permito esas palabras, no me permito esos minutos para deprimirme por la poca suerte que me tocó físicamente. Me miro y salgo rápido de mi habitación, huyo de la realidad de mi imagen que aborrezco, y voy hacia la cocina siguiendo el olor a tostadas quemadas. Claro, casi olvido que mi hermana Maite se había quedado anoche.

—Si les pones dulce de leche zafan— me dice sonriendo, parada graciosamente sobre una de mis sillas nuevas, me dan ganas de matarla.

—¿Qué haces ahí arriba? Me rompes el tapizado.

—Hay una cucaracha — tiene puesta dramáticamente una mano en el corazón, y me reiría si no estuviese siendo tan infeliz.

—Está lleno de cucarachas acá, ya hice de todo para que se vayan y nada funciona, así que bajate de esa silla y alcánzame una tostada de esas que quemaste, que me muero de hambre.

—No están quemadas, y además ya me voy a la escuela. Por cierto, te había pedido que no le digas nada a mamá, y le dijiste.

—Tenes 15 años, Maite. Si desapareces de un momento para otro sin darle señales a mamá, en un par de horas todo el barrio está con tu foto en los postes de luz. No sé en qué mundo vivís —me quejo.

—En algún momento tiene que darse cuenta de que no soy como vos. —suena a reproche, duele como reproche, pero, aunque a veces tengo ganas de matarla, me hace querer abrazarla fuerte y decirle que gracias a Dios no es como yo.

—Sos todo lo que está bien, nena. Abrigate que te acompaño.

Salimos de mi pequeño departamento lejos del centro juntas. Una al lado de la otra, cada una con sus propios problemas, yo tan insegura y chiquita en el mundo, y ella tan joven y dispuesta a llevarse todo por delante. La acompaño a la escuela, que queda a la vuelta de mi casa, y emprendo mi caminata a la parada del colectivo. Está helando, y para cuando por fin me subo al micro y me siento junto a una ventanilla, me permito un minuto de ensoñación, pensando en el acto que me espera al llegar a la escuelita rural, en la presentación del nuevo padrino y en todos los buenos cambios que nos esperan. Casi puedo sentir el olor a pintura fresca o imaginarme un nuevo cortinado de colores. Casi puedo ver la carita de felicidad de los chicos cuando tengan condiciones dignas en las que estudiar y recibir su copa de leche diaria.

Casi.

Casi Sin QuererDonde viven las historias. Descúbrelo ahora