Capítulo 7

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—Fea. Gorda. Insulsa.

Lo ignoro. Juro que hoy lo ignoro. Hoy no puedo. Todavía me duelen las rodillas de la caída en las escaleras y tengo una tos que escupo un pulmón en cualquier momento. Supongo que esperar el colectivo media hora debajo de la lluvia a las once de la noche y en pleno agosto, no es algo que pasa sin dejar secuelas. Me duele la garganta y estoy resfriada. Quiero seguir durmiendo, pero el deber me llama.

Otro día yendo a trabajar a la escuela, otro día más, pero ahora sin las esperanzas de que las cosas cambien. El transcurso es siempre el mismo de siempre. Me levanto en mi pequeño departamento con cucarachas, me tomo un té rapidísimo y me voy caminando hasta la parada del colectivo.

Las mismas caras de todos los días.

En la rotonda me espera Juli en su auto y vamos juntas hasta la escuela. Hoy no intercambiamos palabras. Cada una va sumida en sus cosas, en sus problemas. Yo en la noche miserable que tuve, ella no puedo imaginarme en qué. Pero estoy segura de que en algo coincidimos; las dos sabemos que no hay esperanzas, que la escuela se va a caer a pedazos, que no tenemos suficientes chicos, que el estado no va a seguir manteniendo este lugar por mucho tiempo. Necesitamos ayuda, pero no la tenemos.

Hoy los caminos parecen más blancos que nunca, afuera está helando y sigue de noche, parece lejana todavía la salida del sol y la escarcha brilla con el freflejo de las luces del auto. Cuando llegamos, es más de lo mismo. Una tranquera rota que me bajo para abrir y empujar. Las astillas me lastiman las manos, todos los días. De la tranquera cuelga un cartel de madera que está viejísimo, y dice "Escuela rural N°31". Somos un número, ni siquiera tenemos nombre, ni siquiera le importamos a nadie.

De un día para el otro puede cambiar todo, o no puede cambiar nada. Cuando llegamos se desvanece un poco la sensación de vacío porque este lugar te puede curar cualquier cosa. Te abraza, te contiene. Este lugar no tiene que terminarse nunca.

Camino hasta la cocina y ayudo a Susana con las tazas. Está revolviendo una olla grande de aluminio llena de mate cocido con leche. Hoy no hay chocolate. Me pongo a cortar el pan en rodajas y lo pongo en bandejas, charlo con Susana y escucho como van llegando los chicos. Se escucha desde la cocina el ruido de los tablones siendo arrastrados por Martín para que los chicos desayunen en el salón común.

Cuando arrastramos juntas el carro con el desayuno hasta el salón, los chicos están todos sonriendo, felices de estar acá, felices por nosotros que con tan poco hacemos tanto. Julieta empieza a servirles las tazas. Mirta hojea sus cuadernos y prepara mentalmente una clase de prácticas del lenguaje, busca nuevas aventuras que contarles. Martín le hace un chiste a Francisco, el chico más grande de la escuela, y este ríe fuerte, con carcajadas, de esas que te hacen doler la panza. Ala viene a saludarme y me abraza a la altura de la cintura. Me dice sin palabras que me extrañó.

Esto es la escuela rural N°31, y no, no somos solo un número.

Cuando salgo de la escuela me siento mejor, como siempre. No hay nada que este lugar no pueda curar, o por lo menos a nosotros, los adultos. Fuera del trabajo no tengo nada. Voy a casa, acomodo mis cosas, chateo con Rocío, pienso en lo afortunada que soy por haber cortado con Juan, mi ex, hago compras fundamentales, escucho música, hablo con el espejo. Pocas veces visito a mamá.
Papá se fue cuando nació Mayte, y desde ahí ya no es la misma. Se olvidó de que tiene que cuidarnos, o querernos al menos. Se olvidó de que Mayte es una nena, que la necesita. Se olvidó de todo. Cada vez que voy está borracha y sola. Mayte la evita, va a casa cuando es sumamente necesario, sino está o en mi casa o en lo de alguna amiga. Para tener la vida que tiene, Mayte es muy madura, muy responsable, y es mi persona favorita en el mundo. Yo la conozco, le cambié los pañales, aunque también era bastante chica. La llevé a la escuela, a mi no me cuidaba nadie. La veo, la entiendo y la espero. Sé lo que le pasa desde que tiene seis años. La comprendo y la espero, pero, sobre todo, le hago saber que estoy para ella, para cuando esté lista.

Mi hermana pequeña no se siente identificada con su cuerpo. No necesito que me lo diga, lo entiendo, y sé que está sufriendo, pero esta es su batalla, y yo no puedo hacer más que darle la mano y sostenerla.

Cuando llego a mi casa el panorama es terrible. Mayte está ahí, sentada en la cocina, llorando. Me mira con los ojitos tristes cuando llego y lo dice.

—No puedo más.

Y corro a abrazarla, porque yo tampoco puedo más, pero para ella lo puedo todo.

Casi Sin QuererDonde viven las historias. Descúbrelo ahora