DIECISIETE

5.4K 324 76
                                    


 1

William recibió una llamada a eso de las seis de la tarde. Era la mujer de la tintorería para comunicarle que la mancha no había salido por completo del abrigo, pese a los esfuerzos y los sofisticados mecanismos utilizados. Él la dejó hablar un rato y por fin la cortó:

— No se preocupe, hizo lo que pudo.

Antes de que la mujer pudiera insistir en sus justificaciones, agregó:

— En serio, agradezco muchísimo su esfuerzo. Iré por la prenda en un rato, ¿de acuerdo?, adiós.

Colgó sin esperar una respuesta.

El reloj marcaba las siete y media cuando retiró la prenda de la tintorería y regresó a su coche para quedarse mirando la bolsa sin saber muy bien qué hacer. Acercarse a la chica para devolverle la ropa resultaba una jugada arriesgada. Él mismo había frenado toda idea confusa entre ellos esa misma mañana en clases, de modo que perpetuar algún otro contacto extra programático con ella parecía a todas luces una mala idea. Pero, por otra parte, no podía quedarse con el abrigo y dar la prenda por perdida. No era algo que él haría.

¿Y entonces? Aunque era un detalle absurdo, la idea le persiguió insistentemente mientras trataba de conciliar el sueño aquella noche, como un mosquito zumbando en torno a su cabeza. Otra vez, como el día domingo, durmió a sobresaltos, paseando entre el inconsciente deseo de acercarse a May Lehner por cualquier estúpida razón y el deber hiperconsiente de esquivarla a toda costa. Cuando abrió los ojos, eran cerca de las seis de la mañana y le dolía la cabeza como si un montón de estúpidos enanos acabasen de montar la fiesta del siglo sobre sus sesos.

El dolor no acabó mientras desayunaba ni tampoco quiso remitir de camino a la facultad. Por el contrario, la cosa incluso empeoró hasta convertirse en una punzada sorda justo entre las cejas cuando abrió la puerta del salón y sus ojos cayeron inevitablemente sobre May Lehner, quien, encima, llevaba puesto el dichoso abrigo y estaba sentada muy cerca de su presunto novio. El chico tenía un brazo apoyado sobre el respaldo del asiento de May, en un silencioso lenguaje corporal.

Ella le enseñó una tímida sonrisa a modo de saludo, pero eso solo agravó la situación. El dolor, curiosamente, se convirtió en rabia pura, caliente con la lava de un volcán. William apartó la mirada con los dientes apretados y se dirigió a su escritorio, donde casi arrojó su maletín.

Advertidos por un posible mal genio, los estudiantes aguantaron la respiración y permanecieron muy quietos, observando mientras William rebuscaba en su maletín algo que parecía escaparse de su alcance. Al final, él emitió un gruñido y empujó el maletín lejos.

Había olvidado la tablet. Jamás salía sin ella, pero ese día, justo el mismo día en que no había podido dormir por culpa del abrigo de May Lehner, había olvidado también su principal herramienta de trabajo.

Encima, la pillaba con ese molesto chico otra vez.

Se volvió a mirar a sus estudiantes, controlando los deseos de estallar de rabia.

— Saquen un lápiz y una hoja. Haremos un breve examen — anunció, evitando la mirada de May Lehner. Sabía que la chica lo observaba, siempre lo hacía. Sus ojos verdes, grandes y curiosos como los de un lémur, siempre estaban puestos en él. Para molestarlo, probablemente; para encontrar una maldita excusa con la que reírse con su querido novio.

Un coro de exclamaciones le siguió a las expresiones de pánico de la mayoría de los estudiantes. William se regocijó ante la mueca de terror que apareció en la cara pedante del novio de May Lehner. Fue como si de un solo golpe alguien le hubiera arrancado la sonrisa bobalicona de su bronceado rostro.

EL DEBIDO PROCESOWhere stories live. Discover now