OCHO

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1

El destartalado coche de los padres de May dobló a la derecha en una intersección y desembocó en un camino no urbanizado que conducía a la vieja casa que la había visto crecer. Estaba emplazada en un conjunto de casas igual de viejas, separadas una de la otra por amplios terrenos, donde había desde cultivos de frutas o verduras, arboles de más de veinte metros, hasta vacas, caballos, gallinas y cerdos que pasaban de uno a otro sitio, haciendo caso omiso a las cercas rotas y los hitos de cemento.

May aprovechó la ocasión para asomar medio cuerpo por la ventana y respirar el aire rural que provenía de los campos de trigo, los árboles sacudiéndose ante las corrientes de aire y la tierra fértil recién regada. Se había enamorado de la ciudad, eso era cierto, pero el campo siempre tendría ese encanto que la obligaría a retornar sin importar dónde estuviera.

Una vez que su padre hubo aparcado el coche, May descendió, con la pequeña maleta arrastrándose detrás de sus presurosos pasos. Su amigo de la infancia la esperaba sentando en un escalón del pórtico de su casa, como hacía sagradamente todos los sábados desde que ella se había ido a estudiar a la ciudad. Al verla, se alzó sobre su considerable estatura y en dos pasos llegó hasta ella para levantarla en el aire. May dejó escapar un grito cuando él comenzó a girar rápidamente sobre sus pies.

— ¡Eh, Lesta, cuidado, me mareo! — exclamó, aunque en realidad estaba más o menos acostumbrada a las bruscas muestras de cariño de su amigo. La última vez, se la había echado al hombro sin ningún cuidado para luego darle una fuerte nalgada que había provocado una carcajada en todos los presentes, incluida ella. Sí, las cosas en el campo eran un poco diferentes a la gran ciudad.

Lesta la devolvió al suelo a regañadientes.

— ¿Qué? ¿Acaso ya eres una princesita delicada de la gran ciudad? — inquirió, mientras May trataba de arreglarse el cabello y la ropa.

— Nada de eso, acabo de comer y no quería salpicarte la ropa de vómito, ya sabes — respondió.

Lesta arqueó una ceja, al tiempo que se cruzaba de brazos. Sus ojos grises hacían un agradable contraste con el tono bronceado de su piel.

— Oh, vamos, cómo si no lo hubieras hecho antes — dijo y May le lanzó una mirada amenazante.

— Ni se te ocurra mencionarlo — le advirtió, medio en serio, medio en broma.

Solo porque los padres de May se unieron a la charla, Lesta resolvió cambiar el tema. En realidad, tampoco era como si deseara contar algo como eso. Era su secreto, como las muchas otras cosas que habían vivido juntos y que siempre serían exclusivamente de ellos dos.

2

El almuerzo familiar transcurrió como siempre, esto es, liderado casi en absoluto por el padre de William, un hombre adusto, de voz grave y de gestos muy marcados. A nadie le cabía duda cuando Benjamin Horvatt estaba molesto porque golpeaba la mesa reiteradamente con un puño o llamaba a gritos a algunos de los asistentes para que le trajera un poco más de vino.

Por fortuna, en esta ocasión el padre de William no golpeó la mesa ni llamó a gritos a nadie. Se limitó a hablar sobre sus clientes, sus estrategias jurídicas y a interpelar cada tanto en tanto a sus dos hijos, como una forma de demostrarle a los demás miembros de la familia — tíos y abuelos — lo brillante que eran en todo lo que hacían. Por supuesto, el hermano mayor de William no solo fue el gran destinatario de sus preguntas, sino que también se llevó todos los halagos. Su hombre era Franz Horvatt, tenía treinta y cinco años, y a pesar de que no era más brillante que William, el padre tenía una inexplicable fascinación por él.

EL DEBIDO PROCESOWhere stories live. Discover now