Capítulo 8

33.1K 1.3K 165
                                    

Me desperté desnuda en mi celda, cubierta solo con la única manta que estaba en  el catre cuando llegué. Una bandeja con algo de comida estaba esperando sobre la silla. La verdad es que estaba muerta de hambre. No me habían dado nada desde ayer a la noche. Rápidamente me vestí con la ropa del día anterior. Ya pediría que me trajeran otra vestimenta y también necesitaba una buena ducha. Usé el retrete, me lavé las manos y me senté a desayunar. Aquello no era tan malo para ser que estaba presa.

Me sentía bastante débil, pero parecía que mi cuerpo se estaba acostumbrando, porque cada vez que Devin se alimentaba de mí, lo sentía menos. Tal vez había creado una cierta resistencia. O tal vez no, y Devin simplemente estaba absorbiendo menos energía de mí.

—Señorita Gómez, se la interrogará en unos minutos —me informó una mujer policía desde la puerta de mi celda.

—Quiero un abogado —repliqué, aunque lo único que quería era más tiempo para pensar qué decir en mi interrogatorio.

—Ya tiene uno, su madre se lo ha conseguido. Hablará con él antes de ser interrogada.

Claro, era de imaginarse que mi madre buscaría en el menor tiempo posible el mejor abogado que estuviese disponible. El problema era que yo no podía confiarle la verdad a absolutamente nadie. ¿Cómo podría ayudarme mi abogado si yo no podía sincerarme y contarle todo para probar mi inocencia?

Pronto me llevaron a una habitación donde él me estaba esperando. Era un hombre esbelto, de unos cincuenta años, que me aconsejaría sobre qué decir durante mi interrogatorio, y cómo actuar. Se llamaba Harry, y era un amigo de mi padre.

Me preguntó sobre lo que había pasado, y le conté simplemente lo que había hablado con los detectives el día anterior. Le dije que no sabía cómo podría haber llegado mi navaja allí, aunque posiblemente la había perdido el día que había ido a ver al padre Felipe, cuando había abierto mi bolso para meter el agua bendita y demás cosas que él me había entregado. Sabía que Harry no me creía del todo, pero estaba dispuesto a aceptar mi historia, por suerte.

Cuando los detectives me interrogaron, no cambié en nada mi versión, y les comenté sobre haber llevado la navaja en el bolso cuando había ido a ver al sacerdote.

—¿Por qué llevarías una navaja? —me pregunto el detective con cara de perro, a quien descubrí lo llamaban Detective Morris.

—Me sentía perseguida después de esa sesión de ouija —contesté—. Por eso tomé una navaja de mi padre y la llevé a todas partes conmigo.

Los detectives tomaron nota de mi declaración. Por supuesto que no me creían. Sin embargo me merecía el beneficio de la duda hasta que se encontrasen más pruebas que demostrasen lo contario. Luego de horas de hacerme preguntas, que estaban dirigidas a hacerme confesar un crimen que no había cometido, me llevaron de vuelta a mi celda. A la tarde podría tener visitas, me dijeron. Ya no aguantaba estar allí, y esperaba poder salir pronto. Pero de momento ya me había resignado a que no me dejarían ir a ninguna parte.

Al mediodía y después de comer, me permitieron darme una ducha y cambiarme. Mi madre me había traído algo de ropa y unas revistas, aunque no la habían dejado verme, ya que podría venir a la tarde. Y la verdad es que, aunque moría de ganas de verlos a ella y a mi padre, me rompía el corazón saber el mal rato que estarían pasando a causa de mí.

—¡Necesito hablar con ella!  —escuché a una mujer decir en el pasillo.

—Hermana, sabe que no puede verla. Este no es el horario de visitas.

—¡Es importante! —insistió la mujer. Pronto tenía a una monja de edad bastante avanzada en la puerta de mi celda. El guardia, resignado, la estaba dejando entrar.

Tú, Mi Pesadilla ©Where stories live. Discover now