Las olas no me dejarán - 02

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SEGUNDA PARTE:

Volví a asomarme, por enésima vez, a la ventana de la habitación que compartía con otras chicas. Estaba sola, no había salido en dos día y era aterrador. Esas cuatro paredes me asfixiaban, me daban claustrofobia. ¿Qué era lo que tanto me asustaba? ¿Por qué no había vuelto al muelle desde aquella tarde? No entendía qué podía interesarle a Ariel de mí. Me aterraba volver a verlo, aunque me gustaba demasiado lo que sentía cuando me tocaba. Despertaba en mí sentimientos que no podía permitirme experimentar. Ya había perdido y sufrido demasiado, no quería arriesgarme a terminar nuevamente lastimada.

Pero no podía dejar de ir al muelle, no podía alejarme del mar, lo necesitaba, era el único lugar en el que me sentía en casa. Sabía que el océano no iba a olvidarme, no como lo habían hecho todos los que una vez estuvieron a mi lado. Me habían abandonado, no me habían buscado, nadie me reclamó jamás. Pero sabía que las olas no me dejarían, siempre volvían, y yo podía refugiarme en ellas.

En esos días en que solo espié por la ventana, no lo había vuelto a ver. Estaba segura de que ya se habría olvidado de mí.

En cuanto el sol se puso y la playa quedó desierta, tomé coraje y fui a refugiarme en mi hogar: el viejo muelle que se adentraba en el mar. Era una noche limpia, la luna hacía que el agua brillara como si fuera de plata fundida. Cuando me sentaba en el extremo y miraba a lo lejos, sin bajar la vista, era como si estuviera en medio del océano. Cerraba los ojos y dejaba que el viento salado me abrazara. Me sentía arrullada, estaba en casa.

Y así me encontraba cuando oí un chapoteo. Abrí los ojos, sobresaltada. Ariel se había asomado por el borde del muelle y se sostenía con los brazos apoyados en la madera. El mar estaba bastante crecido, lo que le permitía flotar a la altura del embarcadero. En esa posición, sus músculos resaltaban muy marcados. Me gustaban sus brazos, me gustaba la manera en que se veía con su pelo chorreando y con su piel mojada brillando por la luz de la luna.

—Hola.

—¿Qué hacés acá, a esta hora? —exigí saber, sin poder evitar que una sonrisa traicionera se dibujara en mis labios.

Sabía que me había estado muriendo de ganas de volver a verlo, aunque no estuviera dispuesta a reconocerlo.

—Quedamos en volver a encontrarnos, solo que hubo un malentendido con el día, parece. —Me dedicó una sonrisa torcida.

—¿Quedamos? —reí.

—Claro, es más, quedamos en que traerías una malla. —Su voz vibró por la risa.

Sacudí la cabeza, resignada. Ahora que me encontraba a su lado, me sentía tan bien, que olvidaba el miedo que experimentaba cuando estaba encerrada entre las cuatro paredes del hogar de niños. Olvidaba todos mis temores.

—¿Venís? —preguntó al tiempo que tiraba su cabeza hacia atrás, señalando el océano.

La invitación me resultó tan tentadora, que me morí de ganas de zambullirme y, aunque suene loco, ya nunca emerger. ¿Qué me estaba haciendo ese chico?

—¡Vamos!, no voy a dejar que te hundas.

¿Cuán lastimada podía terminar por nadar una noche con ese extraño? No parecía un depravado, no me inspiraba miedo.

Dudé por un instante, mirando las muletas.

—Confiá en mí —susurró—, todo va a salir bien.

Sus ojos reflejaban tal bondad que me derritió.

No pensé en nada más. Me quité la remera larga que usaba a modo de vestido y dejé al descubierto una malla rosa, de dos piezas. Sí, muy dentro de mí, sabía que esto iba a suceder, pero no quería reconocerlo.

Las olas no me dejaránDonde viven las historias. Descúbrelo ahora