Las olas no me dejarán - 01

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 PRIMERA PARTE

          Caminé con lentitud, valiéndome de las muletas, hasta el final del muelle viejo. El viento me arremolinaba la pollera larga de bambula blanca. Me dejé caer, con torpeza, en las tablas rugosas y desvencijadas, y el calor de la madera recalentada por el sol me quemó las piernas; sin embargo, lo disfruté: aplacaba el dolor causado por el esfuerzo. Dejé las muletas a un lado, abracé mis piernas recogidas y descansé la barbilla sobre ellas.

El viento me traía el rumor de las olas y los gritos de los chicos del pueblo que jugaban en la playa a varios metros del muelle.

Acaricié, melancólica, el colgante que pendía de mi cuello: una estrella de mar diminuta, único recuerdo de mi antigua vida, y me recosté sobre las tablas, con la vista aún perdida en el horizonte. El océano me relajaba y me hacía experimentar la sensación de estar nuevamente en casa. Era el único lugar donde podía dormir sin temor a que las pesadillas me asediaran.

Dejé que el sol entibiara mi piel y la brisa me acariciara. Entonces, las olas me arrullaron hasta hacerme caer en un profundo sueño.


***


Desperté por la frescura de unas gotas de lluvia mojando mi cara. Abrí los ojos con desgano y estudié el cielo. Sin embargo, no parecía que estuviera lloviendo; era un día soleado, sin rastro de nubes.

Un movimiento al costado me sobresaltó y me senté de forma brusca.

—¿Qué...? —fue lo único que salió de mi boca.

Había un chico sentado a mi lado. Su pelo dorado estaba mojado y supuse que eso era lo que me había salpicado; porque se encontraba muy cerca..., demasiado cerca para mi gusto. Si movía apenas el brazo podía rozar su piel bronceada. Al parecer, no tenía el más mínimo respeto por el espacio personal.

Me sonrió, y sus ojos azules, tan oscuros como el océano que nos rodeaba, parecieron centellar bajo el sol de la tarde. Sentí que mi estómago cosquilleaba.

—Hola —me saludó—, me disculpo por asustarte.

Su voz era ronca, con un timbre apacible.

Me pregunté qué estaría haciendo ahí. ¿Por qué se había sentado a mi lado, mientras dormía?

—¿Qué hacés? —solté demasiado cortante.

Puso cara de sorpresa, miró a su alrededor y respondió:

—Nada, solo estaba sentado, contemplado el mar.

—Veo que estás sentado, pero me refiero a ¿qué hacés precisamente acá, donde estoy yo? —expliqué de mal humor.

—No sabía que este muelle era propiedad privada —se disculpó.

—No lo es —reconocí avergonzada.

—Entonces, no entiendo tu pregunta —dijo con un gesto inocente, conservando aún su linda sonrisa.

—¡Vamos! Sabés a qué me refiero —protesté fastidiada—. ¿Qué hacés sentado acá, al lado de una extraña que estaba dormida, en un muelle desvencijado, cuando podrías estar divirtiéndote allá? —Señalé con mi dedo la playa, dónde aún seguía el grupo de chicos jugando un partido de vóley.

—¿Qué te hace pensar que preferiría estar allá? —preguntó mirándome fijo. Ya no sonreía. No pude evitar sonrojarme.

—No importa, no me prestes atención; después de todo, ya es hora de irme. —Giré el torso en busca de mis muletas e hice el amague de levantarme, pero él me detuvo, apoyando su mano cálida sobre la mía. Quedé paralizada.

Las olas no me dejaránWhere stories live. Discover now