Capítulo 2. Corregido con la editorial

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La compra de la mañana del sábado siempre ha sido una tradición en mi casa. Algunos niños veían los dibujos; otros salían a jugar, y otros simplemente dormían. En mi caso me despertaban terriblemente temprano para ir al supermercado.

Sin embargo, cuando mis padres se divorciaron, hace dos años, todo se esfumó, igual que la presencia de mi padre en casa. Y como Leslie es demasiado perezosa para salir de debajo de sus sábanas un sábado por la mañana, únicamente yo he querido mantener la tradición.

Claro que, cuando eres una adolescente sin coche, hacer la compra resulta mucho más pesado, así que cambié el supermercado por una pequeña tienda de comestibles que hay unas calles más abajo. Cada uno hace lo que puede, ¿no?

Fue así como empecé a fijarme en Eric Pullman. La tienda pertenece a sus padres, una bonita pareja formada por una mujer japonesa y un hombre inglés. Durante muchos años estuvieron viviendo en Londres, así que Eric es una perfecta combinación de caballero inglés, con su acento incluido, con rasgos suavizados por su genética japonesa. No era nada complicado que te gustara...

—Buenos días, Kenzie —me saludó con su sonrisa risueña y sus ojos oscuros ligeramente curvados hacia arriba—.

Hoy has madrugado más que de costumbre.

Coloqué en la caja los pocos productos que había tomado de los estantes y le devolví el saludo.

—Tenía prisa por hacer la compra y eso... Pero ¡oye!

Estoy segura de que tú has madrugado todavía más.

—Ahí me has pillado.

Aproveché el momento en el que buscaba el monedero para sacudir la cabeza y esconder mis ojos con el pelo. Eric no tenía que saber la verdadera razón por mi madrugón, ni por qué me negaba a hablar de ello con él.

Mamá había salido por la noche y, cuando regresó por la mañana, me despertó. Ya había salido el sol y ella continuaba bastante ebria. Tuve que salir corriendo de la cama antes de que despertara a Leslie y llevarla a su cuarto. Hacía mucho tiempo que eso no pasaba. Quiero decir, cuando ella y papá se separaron pasaba continuamente. Mamá salía de noche, regresaba tarde, bebía más de lo debido y descuidaba la casa.

Pero con el paso del tiempo parecía que el problema se había solucionado, y pensé que no volvería a pasar... Hasta hoy.

Solo esperaba que no volviese a convertirse en una costumbre.

—Serán doce con ochenta —anunció Eric mientras colocaba la compra en dos bolsas de papel—. Oye, ¿estás segura de vas a poder con todo esto?

Las dos botellas de zumo de naranja que mamá bebía durante la resaca pesaban bastante, pero no podía decirle eso.

Sonreí forzadamente y le pagué.

—Claro, no soy ninguna blandengue, ¿sabes?

—Por supuesto que no, toro.

Me entregó el cambio y acomodó mejor el contenido en las bolsas antes de colocarlas sobre mi regazo. Había algunos clientes madrugadores como yo por la tienda, sobre todo ancianos que compraban leche desnatada y madres apuradas que se habían quedado sin galletas para el desayuno, pero

Eric se tomó la molestia de abandonar la caja durante unos segundos para abrirme la puerta de salida.

Esa era la historia con Eric Pullman, un chico agradable.

No demasiado guapo, no demasiado sobresaliente, pero con el que era fácil sentirte cómoda. Por eso, es mi plan C. Él, y todos los chicos que me hicieran sentir así.

—Nos vemos el lunes en clase, Kenzie.

—Hasta entonces, Eric.

Mientras me alejaba de la tienda, los primeros cien metros se hicieron soportables; los siguientes diez, complicados, y los dos últimos, imposibles. Apenas había iniciado el camino de regreso y ya sentía mis brazos doloridos por la tensión de los músculos. Los productos se habían movido dentro de las bolsas y un tarro de mermelada amenazaba con caer al suelo en cualquier instante.

—¿Eso que estoy viendo es una damisela en apuros?

Abrí mis ojos con sorpresa y miré hacia la carretera.

—¡Mason! —Estaba siguiéndome con la ventanilla del coche bajada—. ¿Qué haces aquí?

Se encogió de hombros y paró para ayudarme con la compra.

—Oh, ya sabes, lo típico. Regresaba de casa de una de mis chicas de fin de semana.

Cerré la puerta trasera y elevé una ceja.

—Mase, tú no tienes chicas.

Su sonrisa hacía que se le marcaran unos pequeños hoyuelos en su mejilla. Él los odiaba, pero a mí me parecían encantadores.

—Tocado y hundido, Sullivan.

Negué con la cabeza para sofocar la risa. Luego bordeé el coche y me senté en el asiento del copiloto. En la radio sonaban, en volumen bajo, viejos éxitos pop de los ochenta.

Eso era raro, Mason casi nunca escuchaba ese tipo de música.

Le miré y entonces caí en que tenía el pelo revuelto, como si no se hubiese molestado en peinarse. Seguí estudiándole y vi que llevaba su camiseta básica verde con el logo de una serie televisiva, la que usaba para dormir en los días más frescos y los mismos pantalones del día anterior.

Estaba segura de que si me inclinaba más, descubriría que iba con chanclas.

Por el rabillo del ojo Mason me pilló mirándole.

—Abróchate el cinturón —me recordó pulsando el intermitente y girando hacia mi calle. Era un viaje corto.

No me puse el cinturón. Era una frase banal, ya que prácticamente estábamos en mi casa. Yo lo sabía. Él lo sabía, como sabía que le había descubierto, por eso lo dijo. Esperé a que aparcara el coche para protestar.

—¡Te acabas de levantar! ¿Por qué lo has hecho?

Meneó la cabeza y se rascó el cuello declarándose culpable.

No me gustó eso, solo se estaba comportando como un buen amigo.

—Leslie me llamó —confesó finalmente mirándome a los ojos—. Me dijo que tu madre ha regresado tarde y que te has ido a hacer la compra sola.

No tenía idea de que mi hermana estuviese despierta.

Debí de hacer más ruido del que pensaba.

—Gracias —suspiré, mientras pensaba si debía hablar o no con Leslie de lo sucedido.

—¿Estás bien?

Segundos de silencio espeso tras su pregunta. Afortunadamente, el tiempo había pasado, mi madre se había recuperado y la situación volvía a ser estable. Mason siempre estuvo a mi lado en los momentos duros. Sabía perfectamente por lo que habíamos pasado en casa y, como siempre, acababa preocupándose por mí.

—Claro —contesté de forma escueta.

Quizás fuese verdad, siempre y cuando se tratase de un caso aislado.

Sin saber muy bien qué decirle, salí del coche y recogí las bolsas de papel de los asientos traseros. Él continuaba con la ventanilla abierta y el motor encendido, y yo no podía irme sin al menos agradecérselo. Haciendo equilibrio con la compra me acerqué a su lado y me agaché para quedar cara a cara a través de la ventanilla.

—Eres un gran amigo, Mase. No sé qué puedo hacer para compensártelo.

—Fácil, ven al baile conmigo.

No pude evitar reírme. Tenía que aprovechar cada maldita ocasión, y sabía que no pararía hasta que le dijese que sí.

—Dios, eres un idiota —le solté y me dirigí hacia la puerta de casa.

Antes de arrancar el coche e irse, me gritó una última frase:

—¿Paso de ser gran amigo a ser un idiota? Me hieres, Sullivan...

Mi plan D  ©  #Wattys2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora