Capítulo 4

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Siete años. Una edad demasiado corta para presenciar algo así.

Aún estaba dormida cuando la ventana de la cabaña de madera donde vivía con sus padres estalló en pedazos, golpeada por una porra de hierro.

El ser entró mediante un salto ágil y ligero, posándose limpia y livianamente sobre el suelo. Era muy alto, esbelto, con unas largas extremidades y la melena lisa y negra. Vestía un traje de cuero negro que se ajustaba perfectamente a sus formas longilíneas, y portaba una espada de acero labrada con antiguas runas. Sus ojos eran rasgados y oscuros como el carbón de piedra, en contraste con su pálida tez. Los pómulos eran prominentes, la nariz estrecha y los ollares muy marcados, y sus finos y largos labios esbozaban una tétrica sonrisa.

Su madre fue la primera que saltó sobre el Nocturno, protegida solamente por un camisón de lino. El ser le cortó la cabeza de un solo tajo.

Su padre tuvo tiempo de coger un hacha y atacar de frente, pero pareció perder todas sus fuerzas cuando lo miró a los ojos y su alma se perdió en aquellos pozos de oscuridad. El Nocturno se acercó a él, que permanecía de pie entre el catre donde dormía la niña y el terrorífico ser, y le arrebató el arma de un manotazo. Después lo cogió del pelo y lo acercó hacia su boca, abierta en un ángulo imposible. La sangre brotó roja y caliente del cuello del hombre, y sació la sed del Nocturno.

Se acercó a la niña, cuyos gritos ahogados se mezclaban ya con los que provenían del resto del pequeño poblado, y esta quedó paralizada por el miedo. La orina comenzó a recorrer los muslos de la pequeña y mojó el colchón de paja. La miró a través de aquellas negras cuencas, y alargó el brazo para acariciarle la cara. El tacto era frío como la hiel, pero su piel era suave como la de un recién nacido y su fragancia, dulce y delicada, recordó a la pequeña los ramos de flores de color violáceo que su madre confeccionaba con las flores de iris que la niña recogía. Después el Nocturno la cogió en brazos y se acercó a la puerta de salida.

Fuera, los gritos desconsolados comenzaron a ser sustituidos por rugidos roncos y choques de espadas. Dos Nocturnos asomaron la cabeza a través de la ventana por donde su cabecilla había entrado en la casa.

-Alasdair, Cazadores - siseó la voz de uno de ellos.

El Nocturno chasqueó la lengua y salió con la niña en brazos a través de la ventana. Corrió hacia el bosque junto a sus dos lacayos y se internó en la espesura convencido de no haber sido visto.

Pudo comprobar, no obstante, por el ruido de unas veloces pisadas, que alguien los seguía. Alguien muy rápido. Corrió tan veloz como le fue posible con la niña en brazos, pero el perseguidor se les acercaba.

-Detenedlo -ordenó a sus dos acompañantes.

Siguió corriendo, y dejó atrás el sonido de la batalla. En unos minutos redujo el ritmo de su carrera, solo para comprobar que volvía a escuchar los mismos pasos firmes que momentos antes. Aceleró, pero ese alguien se le acercaba.

Se detuvo en un claro, posó a la niña sobre un mullido lecho de hojas, y desenvainó la espada.

El Cazador Negro no tardó en aparecer. Tendría unos veinticinco años, y era casi tan alto como el Nocturno, aunque su complexión era mucho más atlética. Su pelo, tan negro como su uniforme, estaba recogido en una larga coleta. Su respiración, incluso tras la interminable carrera, era tan profunda y pausada como la del ser de la noche. Miró al Nocturno con una leve sonrisa dibujada en su boca, y se tocó la punta de la nariz varias veces con el dedo índice, refiriéndose al perfume con que el ser había impregnado la vegetación del camino. Desenvainó su espada y tomó una elegante postura de combate, ofreciendo solo el lateral del cuerpo a su enemigo. Después, sin que hubiera ningún cruce de palabras, se lanzaron el uno sobre el otro.

Cazadores Negros, Relato breveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora