Capítulo 3

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Ýgrail permanecía agazapado entre las altas espigas. El informe sobre los movimientos de los Nocturnos había llegado tres días atrás, y los tenían localizados. Catorce Cazadores más lo flanqueaban por ambos lados, y esperaban en total silencio a que los chupasangres abandonaran el bosque y se adentraran en el campo de cebada.

Tras ellos, armados con ballestas y puntas de plata, veinte de los mejores arqueros de la Guardia Roja se mantenían pegados al suelo en espera de la orden de descarga. Su misión debía ser la de diezmar las filas de los Nocturnos inmediatamente antes del ataque por parte de los Cazadores. Había sido idea del propio Ýgrail que la partida fuera acompañada por Guardias Rojos, algo a lo que los cazadores habían sido siempre reticentes. Su padre, el senador Wolfgger, trasladó la idea a La Voz y este dio su beneplácito. Era la firme intención del senado, que la Guardia Roja asistiera a los Cazadores Negros en las campañas de “limpieza”.

Los Nocturnos avanzaban a través del bosque sin apenas crear sonido, y se detuvieron a inspeccionar la llanura que precedía al pequeño poblado desde la linde del mismo. Sus oscuros ojos escrutaron la noche, y cuando se cercioraron de que la calma reinaba en ella, salieron hacia los campos de cultivo de cereal. Eran aproximadamente tres docenas, y se internaron en grupo entre las crecidas espigas de cebada.

Los Cazadores esperaron pacientemente a la orden de descarga de Ýgrail. Después, tras la suelta de flechas por parte de los arqueros, acabarían sin compasión con los supervivientes.

Unas pocas varas más adelante, el cabecilla de los Nocturnos dio la orden de avanzar más rápidamente. El lugar no era muy seguro, y paradójicamente aquel gesto los acercó aún más a la posición que ocupaban los Cazadores y los Arqueros Rojos.

La ronca voz de Ýgrail hizo que la calma se hiciera añicos. Los Guardias Rojos se arrodillaron e hicieron escupir a sus ballestas. Ýgrail escuchó varios golpes de sonido mate en sus lados, y el Cazador que se encontraba a su derecha gimió. Se irguió desconcertado, los Cazadores yacían muertos o malheridos, asaeteados a traición, mientras que la Guardia Roja se retiraba de modo parsimonioso. Se giró hacia los Nocturnos cuando oyó sus agudos alaridos. Corrían hacia la posición de los Cazadores Negros armados con sus afilados puñales de hoja curva. Desenvainó su espada por instinto, ya que no era capaz de ubicarse en la realidad. Cargó contra los Nocturnos solo para ver cómo estos lo esquivaban, rehuyendo el enfrentamiento, y saltaban sobre los cuerpos de los Cazadores caídos. Algunos aún estaban vivos cuando los chupasangres comenzaron a morderlos, a clavarles sus puñales, y a arrebatar con ansia codiciosa los escudos bordados en plata que llevaban en sus hombros.

Ýgrail rugió con fuerza y saltó sobre uno de los Nocturnos atravesándolo por su espalda. Después atacó a otros dos que aspiraban la sangre de un Cazador, uno mediante un profundo mordisco en el cuello y otro sorbiendo de las heridas que las flechas habían provocado en sus extremidades. Los seres de la noche lo vieron venir, y simplemente se levantaron para esquivarlo y se lanzaron a por el cuerpo de otro de sus compañeros.

Cada vez que Ýgrail trataba de ahuyentar a los Nocturnos que profanaban los cuerpos de los Cazadores, estos huían y se lanzaban a por otro. Estaba siendo partícipe de un juego cruel, no muy diferente al de un patio de colegio, aunque mucho más sangriento. Y él era el niño gordo.

El fornido Cazador consiguió asir a uno de los escurridizos seres, lo cogió del pelo y le aplastó la cara con la rodilla. Después le cortó la garganta con el filo de la espada. Estaba fuera de sí.

- ¡Venid por mí, hijos de puta! - gritaba como loco - ¡Vamos, venid por mí!

Intentaba por todos los medios evitar que se llevaran los emblemas de los uniformes de los caídos, pero le era del todo imposible hacerlo en solitario. Miró hacia la Guardia Roja, permanecían de pie, impasibles ante el horror de lo que estaba aconteciendo. Se agachó al lado de uno de sus compañeros. Aún respiraba, aunque dos puntas de flecha sobresalían de su pecho.

-Orión…- lo llamó con los ojos llenos de lágrimas, mientras lo tomaba en su regazo.

El Cazador entreabrió los ojos, y dejó caer un hilo de sangre por la boca antes de responder.

-Tra…i…dor…Púdre…te…

Después la musculatura de su cuello perdió la fuerza y su cabeza cayó hacia un lado. Ýgrail elevó la vista hacia el cielo, gritó hasta que se quedó sin voz, y lloró.

El comandante de los Arqueros Rojos había llegado a su lado, le puso la mano en el hombro y le dijo:

-Vamos, capitán, tenemos que movernos.

Ýgrail lo miró con los ojos inyectados en sangre. Se irguió, atravesó su vientre con la espada y lo elevó en el aire mientras su sangre le bañaba las manos y los antebrazos. Después se deshizo del cuerpo mediante un fuerte empujón. El resto de Guardias retrocedió con cautela. Ýgrail los miró como lo haría alguien desprovisto de toda cordura.

-Quemad los cuerpos. Todos excepto el de este perro sarnoso, merece que se lo coman los buitres - y antes de desaparecer a través del bosque espetó - Y tened por seguro que volveré a comprobarlo.

Cazadores Negros, Relato breveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora