Capítulo 2

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II

A la mañana siguiente, todos los noticieros arrancaron mostrando imágenes de la tormenta y los destrozos que había causado. Había sido el peor temporal en los últimos cien años, afirmaron los expertos, y luego le echaron la culpa al chivo expiatorio climatológico favorito del siglo XXI: el calentamiento global. Pero a nadie le importaba mucho la causa del fenómeno. La prioridad eran sus consecuencias, daños a la propiedad pública y privada cuya reparación costaría millones. Básicamente la ciudad era un caos, como si se hubiera enfrentado en un combate cuerpo a cuerpo con la Madre Naturaleza y hubiera perdido. Casi nadie tenía electricidad, se habían caído antenas, árboles y columnas, muchos vehículos estaban aplastados, y centenares de animales yacían desperdigados en las calles y azoteas, principalmente ratas, palomas y gorriones.

Habían muerto algunas personas. La mayoría había tenido la mala suerte de estar a la intemperie al comienzo de la tormenta, pero otras habían sucumbido en sus casas o autos. Muchos periódicos mencionarían al otro día el caso más llamativo: una anciana que había fallecido cuando el viento hizo estallar el ventanal de su dormitorio. Un trozo de vidrio le había cercenado la cabeza con la prolijidad de una guillotina. Curiosamente, la mujer era de origen francés, lo que también daría pie a unos cuantos chistes de mal gusto.

Ángel Conte sólo escuchó las noticias en boca de otros. Raras veces miraba la televisión en los refugios para indigentes, y con menor frecuencia leía los periódicos abandonados, ya que más bien utilizaba el papel para mantenerse caliente en las noches de invierno. Pero daba igual que se informara porque su mente había perdido la lucidez varios años atrás, y lo que escuchaba o leía estando en sus cabales no permanecía en su cabeza mucho tiempo. Sin embargo, recordaba bien la tormenta. Había sido como un infierno de agua en lugar de uno de fuego. ¿Calentamiento global? Él no sabía lo que era eso, pero tampoco hubiera considerado esa posibilidad. El calentamiento global no producía sombras que se llevaban a la gente para ahogarla en el océano.

La marea había bajado. En la revuelta arena se veían las cosas que el mar había vomitado como si fueran alimentos indigeribles, sobre todo objetos de plástico. Ángel se agachó para recoger una hermosa caracola. La devolvió al agua, empero, al notar que aún tenía a su resbaloso ocupante. Además, él no estaba ahí por las caracolas.

No esperaba encontrar al chico, en realidad. El mar había vomitado cosas pero también se había llevado unas cuantas, y quizás las retuviera en su interior un par de décadas, hasta que se llenaran de algas y moluscos. Encima, la actitud de aquellas sombras al arrastrar al muchacho le había parecido... definitiva. Ángel lo buscaba, pero si llegaba a encontrar algo, sin duda sería un cadáver.

Recorrió la playa otra media hora, devolviendo más criaturas al agua. Le daba mucha lástima ver agonizar a los peces sobre la arena, y hasta imaginó que ellos le daban las gracias por el favor al hallarse de nuevo en su elemento.

Estaba a punto de rendirse cuando vio al muchacho. Yacía boca abajo, con la mitad posterior del cuerpo a merced de las olas. Ángel se inclinó ante él y le dio la vuelta. Ni siquiera se molestó en tomarle el pulso; los ojos blancos y las facciones rígidas en una mueca de angustia fueron suficientes para determinar que ya no vivía. El indigente le cerró los párpados y también la boca, abierta en un último intento de respirar.

Ángel lloró. Hacía tiempo que no lloraba, desde que perdiera a toda su familia en un accidente de tráfico. Pero el chico había sido bueno con él, y él había tratado de salvarlo, y ahora estaba muerto. Era muy injusto. Una mierda, de hecho.

El llanto por fin cedió, y entonces Ángel sacó al muchacho del agua para que no se lo llevara la marea unas horas más tarde. Después de eso, y porque la vida en las calles era difícil, el hombre registró los bolsillos del cadáver. Encontró unas llaves y una billetera. No estaba bien despojar a los muertos, pero... hacía semanas que no dormía en una cama o comía una cena caliente. Tal vez el chico viviera solo. Tal vez tuviera algo sabroso en el refrigerador. Y al fin y al cabo, el pobre se encontraba más allá de las necesidades humanas.

Ángel devolvió al bolsillo la identificación del muchacho. Aún tenía la decencia suficiente para no dejarlo sin nombre. Por último, se puso de pie y sacudió la arena de sus manos.

—Lo siento, chico. Traté de salvarte, ¿no? No pienses mal de mí. Descansa en paz.

Ángel se marchó de la playa, pero antes devolvió al agua unos cuantos peces más. Por lo menos quedaba alguien a quien sí podía salvar.

(Continuará...)

Gissel Escudero

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