Capítulo 1

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I

Un trueno especialmente fuerte sacudió el cielo, espantando a un gato callejero y haciendo que Javier levantara por fin la mirada del piso. El muchacho se dio cuenta entonces de que la enfermera había tenido razón: era una pésima noche para estar afuera. Aquella tormenta primaveral amenazaba con convertirse en algo más parecido a un huracán, y él andaba solo, cerca de la costa y alejado de las calles por donde pasaban autobuses y taxis. Secó las lágrimas en su rostro y miró su reloj: eran las dos de la madrugada. Maldición. ¿Por cuánto tiempo había caminado sin rumbo, tanto que ni siquiera reconocía el entorno? ¿Tres horas, cuatro? ¿Era eso lo que hacía la pena, borrar toda percepción del tiempo? El dolor y los recuerdos volvieron a atenazar su pecho, quitándole el aire por un momento y devolviéndole su anterior indiferencia. ¿Qué más daba si lo pescaba la dichosa tormenta? Era sólo agua y viento. Había cosas peores que eso. Mucho peores. Cosas que acechaban en las esquinas del ojo, esperando, vigilando, listas para atacar en un instante de vulnerabilidad. Esas cosas sí eran una buena razón para no estar a la intemperie en noches oscuras y solitarias; sin embargo, la indiferencia de Javier las incluía bajo su manto, restándoles importancia. En su mente no quedaba espacio más que para la tristeza.

Siguió caminando por la ciudad dormida mientras las nubes y los truenos aumentaban su dominio sobre el firmamento. Algo pasó sobre él: un pájaro, tal vez un murciélago. Muerto de miedo, sin duda. El clima estaba muy raro últimamente, y los animales también. Javier se preguntó qué clase de ideas cruzarían sus pequeños cerebros. ¿Pensarían quizás que el mundo estaba llegando a su fin, como los predicadores del 2012? ¿O lo pondrían en términos más simples, al estilo tormenta-peligro-refugio? ¿Y qué más le daba, por cierto? En unos pocos días había perdido casi todo lo que amaba. Si los pájaros, en un ataque de locura colectiva, decidían reventarse contra los edificios, a él no se le movería un pelo aunque los viera caer frente a sus pies en montoncitos ensangrentados de huesos y plumas.

Un movimiento al borde de su campo visual, acompañado de chasquidos, hizo que Javier diera un respingo. Pero se trataba de un indigente, nada más, un pobre diablo que buscaba comida en los tachos de basura. Se veía aún más confundido que los pájaros, y el muchacho identificó en su mirada unas señales que hubiera preferido no ser capaz de reconocer con tanta facilidad.

—¿Tienes un par de billetes? —le preguntó el hombre a Javier. Le faltaban dientes y tenía la piel muy arrugada, pero seguramente era más joven de lo que parecía. Tal vez cincuenta o cincuenta y cinco años. El muchacho no solía dar limosnas, pero igual sacó su billetera y le pasó algo de dinero al hombre, tratando de no acercarse mucho para no sentir su olor a mugre rancia.

—Vete a algún refugio —le recomendó Javier—. Se viene una tormenta.

—Gracias. Vete a casa tú también, chico.

Ninguno de los dos siguió el consejo del otro. El hombre guardó los billetes y continuó hurgando en la basura, y Javier abotonó su abrigo sin cambiar de rumbo. Sentía que no tenía adónde ir. El hogar es donde está el corazón, y su corazón estaba roto. Era muy probable que su cordura también.

Los primeros goterones impactaron sobre su cabeza, deslizándose luego como dedos fríos por su cuero cabelludo. Era una sensación muy desagradable pero no duró mucho, porque al minuto siguiente las nubes parecieron desgarrarse y el agua cayó a raudales, ensopándolo de inmediato. De pronto ya no veía más que una cortina plateada frente a él, y se le puso la piel de gallina. El viento aumentó en intensidad hasta volverse un rugido, empujando al muchacho hacia atrás mientras hacía que las gotas le pegaran como granizo en la cara. Dolía. Javier hizo pantalla con un brazo y buscó un sitio donde guarecerse, aunque fuera un simple balcón. Se dio cuenta de que escuchaba las odiadas campanas de la iglesia, y se preguntó qué tan fuerte sería el viento como para agitar aquellas moles de metal.

Las calles se convirtieron en ríos. El muchacho cruzó uno de ellos, perdió el equilibrio a medio camino y lo siguiente que supo fue que el agua lo arrastraba con increíble facilidad. Algunos autos estacionados también se movieron. Aquello no podía estar ocurriendo, pensó Javier, tosiendo y tratando, sin éxito, de levantarse. Sus setenta kilos de peso no eran rival para miles de litros de agua. Aun así consiguió aferrarse a un poste, y poco a poco, empleando toda la fuerza de sus miembros, salió del torrente que había pretendido devorarlo. El estómago se le contrajo y vomitó todo el líquido que había tragado, dejando en su boca un horrible sabor a aceite de motor.

Miró en derredor entrecerrando los ojos. Las olas del mar saltaban sobre el muro de la playa; los árboles crujían y se quebraban como palillos de dientes; algunos cables del tendido eléctrico se vinieron abajo y las luces se apagaron. Fue cuando Javier distinguió las sombras, primero con el rabillo del ojo y luego ante él, cerrándose en círculo como leonas hambrientas. No hacían ruido, sólo se movían flotando igual que humo negro, indiferentes al viento y la lluvia.

—¡Largo! ¡Déjenme en paz! —gritó Javier por encima de los truenos. Las sombras no se alejaron—. ¡Auxilio! ¡Ayúdenme!

El muchacho empezó a correr sin esperar la ayuda que había pedido. Ya no creía que nadie pudiera salvarlo de las sombras, ni siquiera él mismo. Pero corrió de todas maneras, aprovechando el empuje del viento para aumentar su velocidad. Dejó de gritar porque eso hacía que entrara más agua a su boca, y necesitaba todo el aire que pudiera conseguir. De algún modo adivinó que las sombras venían por él, y que si llegaban a atraparlo estaría perdido. Siguió corriendo, pues, pero aún las veía a pocos pasos, estirándose como tentáculos.

Un rayo golpeó una columna. El estallido fue ensordecedor, con chispas y humo, y el agua transmitió la corriente hasta Javier, quien pudo sentir la electricidad recorriendo su cuerpo de pies a cabeza. En esos segundos no pudo pensar. Todos sus nervios hormigueaban y el corazón se descontroló en su pecho, latiendo de cualquier manera. Vio luces que sólo estaban en su cerebro; un diente se le astilló al cerrar las mandíbulas de golpe. Cuando la corriente se detuvo, él cayó sin fuerzas sobre el pavimento, de espaldas, y aunque la capa de agua amortiguó el impacto, su cráneo le envió una oleada extra de dolor.

Las sombras lo alcanzaron. Javier no sintió su tacto, sólo un poco de presión cuando lo agarraron de las piernas y lo arrastraron hacia el mar embravecido que había sobrepasado la barrera artificial. Tampoco pudo gritar. Tenía los ojos muy abiertos, inundados por la lluvia. Las nubes y la ciudad eran borrones sin sentido.

Alguien lo cogió de las manos y tiró en dirección opuesta, deteniendo el avance. Javier sintió el estirón de su columna y parpadeó para aclarar su vista: era el indigente quien lo sostenía, con el rostro contraído a causa del esfuerzo y también del horror.

—¡Aguanta, chico! —le dijo a través de sus dientes apretados. Javier trató de colaborar con el rescate. Aún tenía las piernas entumecidas pero logró agitarlas un poco; las sombras, sin embargo, no lo soltaron, y estaban ganando la batalla. El muchacho aferró las manos del indigente. Media hora atrás hubiera querido morir para no soportar más la pena que lo embargaba; ahora, en cambio, la apatía había dejado paso al instinto de supervivencia, y a pesar del choque eléctrico y del cansancio se esforzó lo más que pudo por escapar de sus captores.

Sus manos comenzaron a resbalar. Las palmas del indigente eran ásperas pero estaban mojadas, y había demasiadas sombras peleando contra él.

—¡No te me sueltes! —exclamó el hombre, y un segundo después las sombras le arrebataron a Javier. El muchacho vio encogerse a su fallido salvador a medida que a él lo arrastraban hacia el mar, y sintió un poco de lástima porque ya había remordimiento en la cara del indigente. Hubiera querido darle las gracias por intentarlo, pero ya era tarde: las sombras lo cargaron por encima del muro y de las olas y después lo sumergieron en el agua salada y fría.

Al principio lo invadió una extraña paz. Ya no había viento, ni ruido, ni relámpagos. Sólo oscuridad e ingravidez. Entonces sus pulmones se rebelaron, y al respirar agua en vez de aire torturaron al muchacho con unos fuertes espasmos. Javier se impulsó hacia arriba agitando los brazos pero las sombras aún lo retenían por los tobillos, llevándolo abajo, muy abajo, hasta que la presión sacó de su pecho las últimas burbujas. Estoy muriendo, pensó. Así era. Segundos después, su corazón dejó de latir y los pensamientos en su cerebro se apagaron hasta desaparecer.

(Continuará...)

Gissel Escudero

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